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  • Carlos Collantes Díez

14 EL SUFRIMIENTO DE DIOS

06 Octubre 2016 2734

“… me atrae más –escribía el poeta Luis Rosales- el Dios que se hizo hombre para compartir con nosotros muerte y vida, nuestras tristezas y nuestras miserias”, y añadía que se sentía “enamorado de un Dios que, para poder llorar, se había hecho hombre”.

 

¡Cuántas situaciones de nuestro mundo estarán haciendo sufrir el corazón de Dios! La enorme e hiriente desigualdad entre ricos y pobres, el deterioro de nuestra casa común y el grito que brota de la Madre tierra, la doble injusticia social y ecológica, las vergonzosas e indignas políticas europeas ante los refugiados, tanta guerra mantenida por intereses inconfesable, tantas situaciones de esclavitud y humillación, tanta hambre y tanta abundancia… ¡Cuántas otras situaciones deben producir un enorme sufrimiento en el corazón bondadoso de Dios!

Porque siendo todos hijas e hijos suyos, iguales en dignidad, Él no puede estar de acuerdo con que unos vivan en una opulencia insultante e insensata y grandes mayorías en una miseria indigna e inhumana. De este sufrimiento divino brota una interpelación para vivir de otra manera. Tal vez los 4 ayes de Jesús en el evangelio de Lucas (6, 24-26) sean una expresión de ese sufrimiento divino; advertencias que brotan del amor para que organicemos el mundo de otra manera, justa, solidaria, fraterna, humana.

Gestos salvadores

La misión tiene su origen en el amor desbordante, gratuito e incondicional de Dios, comienza con la misma creación y continúa con el envío del Verbo encarnado. Entonces la misión asume un rostro distinto, porque es inmersión en el abismo de nuestra humanidad. Jesús, acompañado y fortalecido en todo momento por el Espíritu, visibiliza y concreta la misión del Padre. E inmersión significa solidaridad con nuestra situación concreta de sufrimiento, conflicto, búsqueda de plenitud, de gemidos nuestros y de la Creación (Rm 8, 18-27)

Ya hemos dicho que Jesús nunca banaliza el dolor, sobre todo cuando detrás hay situaciones humanas provocadas por una injusticia que deshumaniza. Por eso su compromiso fue siempre liberar. No busca el sufrimiento, sino sanar, curar, liberar de él. Su encarnación implica una plena inmersión en nuestra condición humana con todas sus consecuencias. Y su destino es paradójico: lucha contra el sufrimiento y termina sufriendo una muerte cruel por haberse hecho solidario con quienes eran condenados a vivir en los márgenes de la ley, de la sociedad, de la religión; condenado por no haber permanecido indiferente ante tanto sufrimiento como encontraba.

En su inmensa bondad, Jesús hace propio el sufrimiento ajeno, siente conmoción en sus entrañas maternas, humanas, divinas. Y esa misma bondad se convierte en fuerza que sale de él y cura. La experiencia honda que vive del amor compasivo y de la ternura de Dios, se convierte en gestos salvadores capaces de transformar el dolor en serenidad y paz. Quien entra en contacto con la bondad de Jesús encuentra una salida a su llanto.

Iglesia solidaria

Descubrimos con facilidad en los relatos evangélico cómo la lucha contra el sufrimiento y el mal en sus diversas manifestaciones orienta la actuación de Jesús. Continuar con esa misma misión es o deber ser determinante para sus seguidores. Nos jugamos mucho, porque una Iglesia que no ponga en el centro de sus preocupaciones, de su compromiso y actividad esa misma misión puede volverse insignificante en nuestro mundo, no decir nada a mucha gente y cosechar indiferencia. La verdadera misión siempre fue samaritana y transformadora.

Por tanto, no existe más que un camino para seguir anunciando las bienaventuranzas con cierta coherencia: seguir con fidelidad y radicalidad a Jesús crucificado y resucitado, ser profundamente solidarios –como Iglesia- con la suerte y el destino de los afligidos, exigir que se haga justicia a los empobrecidos y luchar junto con ellos en la consecución de esta justicia; entonces podremos anunciar el evangelio con mayor credibilidad, sin que nuestro anuncio parezca espiritualista, intimista, evasivo o una burla a las condiciones de vida de los pobres.

La realidad global de nuestro mundo es despiadada y desbarata tantos ideales, nos encoge el corazón, sobre todo si nos sentimos en comunión con tanta víctima. Tendemos a protegernos frente al sufrimiento, a nadie le gusta sufrir, pero es tan abundante el sufrimiento en nuestro mundo que inevitablemente nos afecta. La indiferencia es un muro falsamente protector que deshumaniza. Esta bienaventuranza nos invita a tomar en serio el sufrimiento desde la perspectiva de Jesús que pasó haciendo el bien, a estar en contacto con la realidad sufriente, aunque duela (sin volver el rostro, sin dar rodeos) no por amor al sufrimiento sino por honradez con la realidad, por solidaridad con quienes sufren.

En el número anterior decíamos que Dios sufre con nosotros y es nuestro aliado en ese combate contra el sufrimiento, y contra la injusticia que lo provoca. Pero, ¿y si fuera Él el que nos necesitara como aliados? Y, ¿si Dios nos pidiera que nos hiciéramos solidarios con su sufrimiento?

Soñar juntos

Al conocer lo sucedido en Auschwitz y en otros campos de concentración mucha gente se preguntó dónde estaba Dios. Dorothee Sölle, teóloga alemana, escribió un libro sobre el sufrimiento intentando contestar a esta dolorosa pregunta. Y escribe: "Durante la época nazi en Alemania, Dios había sido pequeño y débil. Dios era -de hecho- impotente, porque no tenía amigas y amigos; el Espíritu de Dios no tenía donde morar; el sol de Dios, el sol de justicia, no brillaba. El Dios que necesita a los seres humanos para ser, era una nada. [...] Dios no es el Vencedor todopoderoso, sino el que está al lado de los pobres y los desfavorecidos. Un Dios que sigue estando oculto en el mundo y que quiere hacerse visible". Y ella misma añadió: "Cuando hube comprendido lo que había pasado en el campo de concentración de Auschwitz, me adherí al movimiento en favor de la paz. No me desentendí de Dios, como hacen muchos, cargando sobre él toda la responsabilidad. Sino que comprendí que Dios nos necesita para realizar lo que él pretendía con la creación. Dios sueña con nosotros. Y no hemos de dejarle que sueñe solo".  

La fe en la vida eterna no puede funcionar como una evasión de las realidades presentes sino como un estímulo para un mayor compromiso transformador y como una certeza que fortalece la esperanza del cristiano.

Dios no actúa desde las nubes sino en y mediante aquellos que estén dispuestos a vincularse a su sueño. Lo cual se hace de modos muy concretos, a cada persona y comunidad el encontrar su camino y su don. Se trata de vivir despiertos para hacer visible el sueño de Dios que nos exige una gran lucidez para intentar transformar la realidad, con compromisos reales y concretos. Por eso “no hemos de dejarle que sueñe solo”.

Resistencia y solidaridad

Con frecuencia será necesario practicar –aunque no baste- la resistencia contra los poderes vigentes: políticos, económicos, culturales, y proponer algo distinto: otros valores y criterios, un horizonte distinto, de justicia y esperanza que nos acerque al sueño, al Reino de Dios.

Son numerosas las personas que trabajan por la vida, dentro y fuera de la Iglesia, personas y grupos, redes y plataformas que trabajan con discreción, con determinación, con convicción, desde el subsuelo de la historia, desde la pequeña historia que nunca es pequeña porque devuelve y crea dignidad y esperanza y es historia de salvación.

Frente a la indiferencia que puede envolvernos, frente a la cruel competitividad del sistema neoliberal con sus dogmas y mentiras, queremos y podemos vivir con la conciencia de que estamos todos en el mismo viaje, solidarios los unos con los otros, responsables de la vida y del planeta, atentos a los gemidos de la creación y del Espíritu.

Compartimos el mismo espacio y condición: el de nuestra humanidad, el de nuestros sueños y esperanzas, también el de nuestra vulnerabilidad y fragilidades al estar hechos del mismo barro, pero un barro animado y habitado por un Aliento Divino.

P. Carlos Collantes sx

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