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DOSS 25: EL VÉRTIGO DE UNA MIRADA

13 May 2016
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ME LLAMASTE POR MI NOMBRE

Señor, esta noche, cansada, siento que mi corazón rebosa de alegría y de gozo. Siento tu presencia muy cerca, y eso me conforta. Me llamaste por mi nombre, Señor. ¿Dónde y cuándo? Tú lo sabes mejor que yo misma. Antes que yo te conociese, ya pronunciabas mi nombre con amor.

Tal vez me llamabas por mi nombre cuando, siendo yo aún niña, buscaba conocer mi futuro deshojando margaritas en los prados de mi pueblo: "casada, soltera o monja". Hacía trampas, arrancando más de un pétalo a la vez, para que no me tocase aquella suerte que yo no quería. Lo tenía muy claro: deseaba casarme con un buen chico, formar una familia y tener hijos.

Me llamaste por mi nombre cuando en mis años de adolescente, trabajaba en los mercadillos a favor de las misiones. En el grupo hacíamos tantas cosas y yo siempre estaba presente. Participaba en tantas iniciativas para ayudar a los misioneros. Pero sé bien que, en lo más profundo de mí misma, tenía miedo, me asustaba pensar que Tú pudieses pedirme algo más que "vender rosquillas" en el mercadillo.

Me llamaste por mi nombre cuando el amor dulce de un muchacho golpeó a la puerta de mi corazón. Y yo estaba ilusionada, me sentía feliz, con la posibilidad de decirle "sí", de dejarle entrar en mi vida y con él formar una familia, un remanso de amor.

Pero Tú me llamaste por mi nombre, más fuertemente aún, cuando, en aquel tiempo de dudas, me hiciste comprender que en mi corazón no había sitio más que para un amor, y que este amor no podía ser otro que Tú, para, en ti, amar a los desheredados. Tú me sedujiste con tu amor, pronunciando mi nombre.

Me llamaste por mi nombre cuando, con palabras llenas de pudor, comuniqué a mis amigos lo que yo sentía. Ellos, tal vez sin comprenderme demasiado, me dieron todo su apoyo.

Me llamaste por mi nombre cuando, aquel día, dejé a mi familia, que tanto amo y que tanto me ama, abandoné mi pueblo, mis montañas, mi trabajo, renuncié a mi amigo del amor dulce y a mi grupo parroquial, para seguirte a ti por los caminos del mundo, pobre, en la vocación misionera.

Sí, Tú me llamaste por mi nombre y me preparaste para la misión en una comunidad de personas que, como a mí, habías llamado, una a una, por sus nombres para ser misioneras en la familia javeriana. Sentí intensamente que me llamabas por mi nombre cuando me indicaste una misión, una tierra nueva para mí, un pueblo lejano de hermanos: los indígenas de Méjico. Y una vez allí, durante veinte años, has continuado llamándome, cada día, por mi nombre, en otra lengua, en otra cultura, a través de otros hermanos y hermanas, pero siempre con el mismo amor.

Y cada día me llamas por mi nombre a través de los rostros de los pobres, de los marginados, de los pequeños, de los indígenas, de los jóvenes... de todos aquellos que Tú has puesto, y pones, en mi camino. Con todos ellos he buscado, he servido, he amado, he sido amada y he luchado para abrir nuevos caminos al Evangelio del amor y de la justicia.

Me llamaste, Señor, y me llamas por mi nombre en los momentos de dificultad y de duda que han acompañado mi vida. Me has amado y me amas con un amor intenso. Cada día, cada mañana y cada atardecer me has hecho sentir la verdad de tu palabra y de tu promesa: "Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos". Sí, Tú has estado conmigo, llamándome por mi nombre, a lo largo de todos los caminos de mi vida.

Y ahora, veinticinco años después de aquel primer "sí", un sí lleno de emoción y de entrega, vengo a decirte gracias por haberme llamado por mi nombre y por haberme hecho escuchar, cada día, aquella palabra de tu Evangelio:"¡Ánimo!, el Maestro está aquí y te llama".

María Laura

PARÁBOLA DE MI VOCACIÓN

Siendo estudiante pasé unos días de vacaciones en las tierras de Galicia, finalizando el viaje en Santiago de Compostela el 25 de julio, festividad del Apóstol. Allí, me llamó la atención el gran número de peregrinos que, con una mochila más pequeña que la mía, venían de hacer un camino mucho más largo. Sin saber por qué, prometí que yo también lo haría. Pero pasó mucho tiempo antes de que emprendiese el camino prometido: finalicé la universidad, realicé el servicio militar en la Marina... Justo, durante el servicio militar, navegué por el mar y conocí otros países y personas. Fue el inicio de una aventura espiritual en la que los protagonistas fueron el mar, el camino, el hombre y sus hermanos. Os la voy a contar ahora como se cuenta una parábola.

El hombre dejó su país y su familia, la comunidad donde aprendió a caminar junto con otros hermanos. Se hizo a la mar esperando aventuras, pero sin imaginar que Dios guiaría la nave abriéndole un camino nuevo. El hombre navegaba embelesado sobre aguas tranquilas, acariciado por el viento y la suave brisa, abrazado en la noche por el manto estrellado de la bóveda celeste. Su corazón buscaba y preguntaba casi queriendo hallar al artífice de las cosas tan bellas que contemplaba.

Sucedió que, sin darse cuenta y bajo la mirada del cielo, arribó a esta tierra que llaman el Sur. Esto suele festejarse. Y en la nave se celebró una fiesta con gente importante de aquel país. Fuera había unos niños, vestidos con harapos, que deseaban saciar su hambre con las sobras del banquete. Pero en la nave no había sitio para ellos. Los dioses habían reunido en las calles de aquel país a otras gentes de la tierra del Norte, seres desdichados que ponen su esperanza en cosas sin vida. Con la llegada de la noche se dirigían al templo esperando, con bailes y danzas, la llegada de las víctimas para ser ofrecidas en holocausto al dios-placer. Pasó como suelen pasar estas cosas. Pero aquella noche, aquella fiesta y los rostros de aquellos niños, quedaron grabados en el corazón del hombre que se había hecho a la mar.

De regreso a la tierra de la que había partido, se originó una borrasca tan violenta que parecía que el barco se partiese. Las olas de la muerte arrojaron al hombre en lo más profundo del mar, en el país donde son eternos los cerrojos. Pero en la profundidad oyó una voz que decía: "El Señor te ha hecho ver todo esto para que sepas que Él es Dios y que no hay otro fuera de Él". Entonces el hombre dijo: "Cumpliré la promesa que te hice, abandonaré caminos tortuosos y seguiré tu camino". Camino de Santiago el hombre iba pensando y haciéndose preguntas de todo lo sucedido en su vida.

El hombre, ahora peregrino, bajó a una aldea hambriento y fatigado por las heridas de los pies. Un hermano lo vio y lo invitó a entrar en su casa. Eran las diez de la mañana. El hermano compartió con él los tomates de su pequeño huerto. Luego, al ver las heridas, sintió lástima, se levantó de la mesa, echó agua en una palangana y comenzó a lavarle y a curarle los pies. Pero el hombre peregrino se resistió, no sabía ni entendía lo que el hermano estaba haciendo. Al día siguiente el hermano hubo de partir y dijo a su mujer: "Cuida de él hasta mi vuelta a la tarde".

Días después el hombre dejó el camino y regresó a su aldea donde guardó reposo meditando todo lo sucedido en el camino. Al llegar, cuando su padre se arrodilló delante de él y le vendó los pies, al hombre se le abrieron los ojos y reconoció el sentido de la Eucaristía. Y pensaba: "¿No ardía mi corazón mientras recorría el camino y recordaba mi vida?" Desde aquel momento el hombre se puso en camino y regresó a sus actividades y contó a otros hermanos lo que le había ocurrido y cómo había reconocido a Jesús mientras le lavaban los pies. Estaba aún hablando de ello cuando vio al mismo Jesús que pasaba, se acercó y cayendo de rodillas le dijo: "Señor, Tú me conoces. Has seguido todos mis pasos, todos mis caminos te son conocidos. ¿Adónde escapar de tu presencia? Tus ojos contemplaban mis acciones todos los días. Tú que conoces mis pensamientos guíame por el camino eterno". Entonces Jesús miró al hombre con cariño y le dijo: "Si quieres, deja todo lo que estás haciendo y acompáñame por el mundo a lavar pies". Aquel día, Dios preparó una gran fiesta, vistió a su hijo con el mejor de los trajes y le puso unas sandalias nuevas en los pies.

Eduardo

SACERDOTE, PARAPLÉJICO, MISIONERO

Se llama Silvio Turazzi, es italiano aunque él se siente ciudadano de África. Fue ordenado sacerdote en 1964, dos años después se hizo misionero javeriano y empezó su preparación para la misión. En 1969 un accidente de coche cambió radicalmente su vida: parapléjico. Para siempre en una silla de ruedas. Él no se rindió, sus piernas estaban muertas, pero su corazón era misionero. Un año en el hospital, luego la reeducación. Aprendió a valerse por sí mismo, a considerar la silla de ruedas como parte de su cuerpo. Se puso a prueba. Fue a vivir en un barrio de chabolas. Trabajó con y para los sin techo en la periferia de Roma. En 1975, siempre sobre su silla de ruedas, partió para la misión de Congo, se instaló en Goma y allí, en una comunidad misionera, compartió su vida con los más pobres, los disminuidos físicos, los presos, los enfermos de SIDA... Su corazón de apóstol hizo que allí florecieran iniciativas de todo tipo. La sonrisa ha sido su mejor predicación. Quien lo conoce se da cuenta de cómo el Evangelio puede transformar la cruz del sufrimiento en esperanza, amor y servicio a los hermanos. Ahora ha vuelto a Europa, necesita curar su pobre cuerpo. En Italia le han concedido un premio. Este ha sido su discurso:

Soy hijo de María y de Segundo y por gracia de Dios soy sacerdote, parapléjico y misionero. Estas tres palabras indican el camino por el que Dios se me ha acercado. Yo, por mí mismo, no soy nada, esto lo he experimentado en mi vida. Obligado a permanecer en una silla de ruedas, he debido concentrarme más en el "ser" que en el "actuar". Y en un lugar de pobreza, como es Goma, me he encontrado cercano a los marginados, a los que, como yo, necesitan de los demás. He visto el dolor. He visto la esperanza de los pobres. Los he visto morir confiando sólo en el Señor. Me han enseñado a vivir y a morir en las manos de Dios.

Ahora, sin embargo, no quiero hablaros de mí, quiero ser una voz de ésta África que me ha acogido y amado. Quiero ser una voz, sobre todo, de los pobres que he encontrado y me han enseñado a vivir. Estoy pensando en el viejo Mwaka que tenía un cáncer y en su enfermedad le daba gracias a Dios por haberle dado, así, raíces más profundas en el árbol de la verdadera vida. Pienso en Tomás, diabético ciego, que murió cantando: "Ven Señor Jesús". Y en la joven Kafupi y en la vieja María, que vencieron a la enfermedad poniéndose, con confianza, en las manos de Dios. Pienso en Bibwe, preso en la cárcel de Goma. Reducido a piel y huesos, perdonó a sus verdugos y enseñó a sus compañeros el camino de la bondad. Y pienso en Francisca, madre de varios hijos, que acogió en su casa a un niño huérfano. Pienso también en Bahutu, el refugiado que colocó en mis brazos el cuerpo de su niño, muerto en el camino del exilio. En sus ojos no había odio, pedía sólo poder esperar. Pienso en Masumbuko, enfermero y sindicalista, que continúa, a pesar de las muchas amenazas que ha recibido, luchando por la dignidad de sus hermanos. Pienso en los hombres y mujeres de las comunidades cristianas de Goma que dedican su tiempo y sus vidas a servir a los pobres, sabiendo que así están construyendo la paz en su país. Y pienso en todos aquellos que a pesar de las dificultades cantan a Dios por el don de la vida.

Por todos estos hermanos y hermanas, por este pueblo, por esta Iglesia que, con su compromiso, su trabajo y su sangre, testimonia la dignidad del hombre: te doy gracias Señor. He recibido el don de vivir la Misión de la Iglesia. He visto la presencia de Jesús vivo, la fuerza del Evangelio, entre los pobres que he tenido el privilegio de acoger y de ser acogido por ellos. He visto crecer el perdón, el valor, el don de sí mismo, el ansia de paz. Este compartir con los pobres una misma fe, que he podido vivir, es el "tesoro escondido" del que nos habla el Evangelio y por el que merece la pena dejarlo todo. La misión no es un episodio ni un trabajo, es un camino que te invita a hacer de toda tu vida una "buena noticia" para los hombres. Es el milagro de poder ser hermano de todos, sencillamente hermano, allí donde el pobre es tantas veces humillado en nombre de una presunta superioridad racial.

Silvio

DIOS ME PIDE COMPARTIR MI VIDA

Nací en Castuera (Badajoz), pero transcurrí mi infancia cerca del embalse del Zujar. Un paraje encantador. Recuerdo que de adolescente sentía que pertenecía a aquel lugar y que sólo allí podía encontrarme conmigo mismo. Pero Dios me ha "desinstalado". Me ha llamado a dejar lo que me daba seguridad y tranquilidad (no me refiero sólo al embalse del Zujar) para poner mi confianza en Él. Quizá los primeros pasos en esa dirección los di cuando estudiaba 3º de BUP. Recuerdo que fue por entonces cuando empecé a darme cuenta de que a mi alrededor había gente que sufría y que pasaba necesidades. Mi primera reacción fue intentar hacer algo que estuviera a mi alcance. Empecé a colaborar con Cruz Roja y tuve mi primer contacto con los refugiados. Fueron tiempos bonitos, de mucha actividad en favor de los demás. Pero no estaba completamente satisfecho con lo que hacía.

Luego comencé los estudios universitarios y, con la euforia que esto suponía, fui olvidando aquellas buenas intenciones que había tenido. En estos años me llené de nuevos amigos, tenía siempre mil cosas para hacer y mil compromisos para salir. Pero, al mismo tiempo, aumentaba el vacío en mi interior. Era una insatisfacción permanente, nada de lo que hacía me llenaba del todo, ni los amigos, ni el salir, ni los estudios... Era una sensación parecida a la que tienes cuando sabes que te has olvidado de algo, pero no sabes bien lo que es. Eran las ganas de hacer algo por los demás que volvían a salir a flote. En aquel tiempo colaboraba en la parroquia, formaba parte del grupo de jóvenes. Y fue ahí donde empecé a intuir que quizá no bastaba con querer hacer cosas por los otros, tenía que dar un paso más y entregar mi vida a los otros. No soy muy consciente de cómo tomé esta decisión. Recuerdo que fueron unos años difíciles, llenos de contradicciones, de dudas, de búsqueda, de pequeños pasos, de parecerme que nunca llegaría a nada...

Un momento importante fue una visita que, en aquellos años, hice a Taizé. Fui allí por casualidad, sin conocer bien lo que aquello era. Quedé impresionado por la cantidad de jóvenes reunidos para rezar. La paz que allí se respiraba me hizo pensar que valía la pena que me fiase totalmente del Señor y de lo que Él pensaba para mí. Sólo su proyecto tenía sentido. Comencé a compartir lo que estaba viviendo con un amigo. Conocí a gente que también estaba buscando. Con la ayuda de la oración, fui poco a poco canalizando mis sentimientos y descubriendo la invitación que Dios me hacía de servir a los más pobres de la tierra. Conocí a algunos misioneros que, con sus vidas, sus relatos, sus maneras de ser, me entusiasmaron con la idea de las misiones y del servicio al Tercer Mundo. Y empecé a ver cómo podía realizar mi vocación. Por casualidad, porque antes nunca había oído hablar de ellos, entré en contacto con los misioneros javerianos. Me gustó lo que vivían.

Me decidí y, terminados los estudios en la universidad, entré en la comunidad de los javerianos. Me esperaban otros años de formación, de estudios... A veces me parecía que nunca llegaría el momento de ir a la misión. Pero fueron unos años de encuentro con Dios y de seguir profundizando en mi vocación. Ahora yo soy uno de ellos, un misionero javeriano, y soy feliz, lejos de todo, en Sierra Leona, un país martirizado por la guerra y el dolor. Todo había comenzado por una preocupación social, por un querer hacer algo por los demás, puro altruismo, quizás. Luego fui viendo cómo Dios me pedía más de mí mismo y Él me dio la fuerza de seguir su llamada. Creo que sólo cuando llegué a Sierra Leona, comprendí lo que realmente Dios me pedía: no tanto hacer cosas cuanto compartir mi vida y lo que soy con la gente de allí y de aquí, de donde quiera que esté. Creo que he encontrado mi lugar, estoy satisfecho y feliz. Pero sigo buscando qué es lo que quiere el Señor de mí en cada momento. Seguro que me tiene reservadas nuevas sorpresas.

José María

MI NOMBRE ES “BAYSANA”

A menudo, cuando digo que he estudiado teología en Camerún, me miran como a un bicho raro. Nos parece normal que los Africanos se desplacen a Europa para estudiar, pero no que un europeo estudie en África. Sin embargo, los años que he pasado en Camerún y en Chad han sido muy provechosos. He aprendido a relativizar mi cultura y mi modo de ver el mundo.

Todo empezó gracias al testimonio de algunos misioneros que encontré en mi camino y que me interpelaron y tocaron el fondo de mi corazón. Claro está que luego, día a día, he tenido que clarificar mi opción y dar una respuesta personal. Entre dudas, en mi juventud, me di cuenta de la palabra de Jesús: "Id y anunciad el Evangelio por todo el mundo". La sentí como palabra actual y urgente. No me dejó indiferente, me hizo perder toda seguridad y comodidad. Pasaron los años, tomé decisiones, entré a hacer parte de la comunidad javeriana. Estudié y me formé en Camerún, en una comunidad muy internacional. Empecé a vivir la misión en Gounou-Gaya una aldea de Chad. Luego, un 25 de agosto, el obispo me impuso las manos y me dijo: "Tú eres la presencia sacramental de Jesús en medio de los hombres".

Un mes después cogí el avión para regresar a la misión de Gounou-Gaya. Viajé con ilusión. Al llegar me esperaba una sorpresa: mi primera misa con los hermanos "mousseyes" el domingo en el que ellos celebran la fiesta de las cosechas. Os lo cuento porque ellos, con sus signos y sus palabras, me dijeron claramente lo que significaba la llamada de Dios que yo, entre dudas, había acogido en mi juventud. Una llamada que viviendo en la comunidad javeriana había crecido en mí.

Aquel día, muy pronto por la mañana la gente empezó a llegar de sus distintos pueblos con sus recipientes llenos de cereal sobre la cabeza. Venían en grupos, cantando, y poco a poco se creó un ambiente festivo. Al empezar, un catequista explicó lo que celebrábamos. Hizo una bonita relación entre la fiesta de la cosecha y mi primera misa con ellos. "La fiesta de la cosecha -dijo- es un día importante para nosotros. Hoy todos traemos en nuestras manos algo para dar las gracias al Señor y para repartir entre los más pobres. Lo hacemos porque sabemos que es Dios quien nos da todo lo que tenemos. Hoy también queremos dar las gracias al Señor por nuestro hermano Ángel. La ordenación que ha recibido y la Eucaristía que celebra con nosotros es la cosecha que Dios ha puesto en sus manos. Durante muchos años ha sembrado, cultivado y cuidado la planta de su vocación. Hoy damos gracias por el fruto. Su ordenación es un fruto que debe ser compartido con la gente, para quitar el hambre de todos los que buscan a Dios. Al mismo tiempo su ordenación es una forma de volver a nacer, convirtiéndose en comida compartida y bebida derramada para dar la vida al mundo". Oyendo estas palabras yo me decía: ¿Qué más hay que añadir?

La celebración prosiguió como de costumbre con cantos, oraciones y escucha de la Palabra de Dios. Luego un responsable explicó que al final del camino que conduce a una persona a la edad adulta hay un rito muy importante: el cambio del nombre. "Antes te llamábamos "Gorzonna", ("el joven") -me dijo- ahora gracias a la imposición de las manos del obispo eres en "Baysana". Éste es tu nuevo nombre que indica una persona que conduce a los otros a ser personas maduras". Después me dieron una azada, diciendo: "Deberás cultivar el campo que el Señor te ha confiado. Limpiarás las malas hierbas para que nosotros podamos caminar detrás de ti sin peligro, dando fruto abundante". Luego trajeron una oveja, un sombrero, una cantimplora y un cayado diciendo: "Jesús fue el pastor que dio su vida por sus ovejas y dijo a Pedro: "Sé el pastor de mi rebaño". Ahora tú eres nuestro pastor que debe conducirnos y que debe saber ir en busca de la oveja perdida. Te damos un bastón que sirve de apoyo, un sombrero que protege del sol y una cantimplora con agua que refresca y da paz. La comunidad será tu apoyo, tu protección y tu paz". No hay más que decir. Mis hermanos "mousseyes" han dicho mejor que yo lo que es la vocación misionera: un don de Dios al servicio de los hombres.

Ángel

UN CAMINO ANDADO

Quisiera hablaros de mi vocación misionera, no de las cosas que he podido realizar o vivir en África, sino de mi vida como camino vocacional. Pero esto no es fácil. La vocación es experiencia, y la experiencia es algo que se deposita lentamente, de un modo casi imperceptible, en lo más profundo de la persona. Sólo después de mucho tiempo, parándote y mirando hacia atrás, ves el camino andado.

¿Cómo me di cuenta que, para mí, la vida era ser misionero y precisamente misionero javeriano? No lo descubrí de golpe. No fue un fulgor. Dios no me habló desde una zarza ardiendo, ni en una visión, ni en sueños, ni por medio de ángeles. Lo fui percibiendo poco a poco, paso a paso. A medida que iba decidiendo y comprometiéndome, el camino se me hacía más claro y más seguro.

El comienzo fue cuando, siendo adolescente, empecé a sentir en mí el deseo de compartir con otros la experiencia gozosa de Jesús que estábamos viviendo en el grupo parroquial del que yo formaba parte. Sentí lo que Conforti definió como un "vivir en el Cenáculo, salir de él y anunciarlo a los demás, para que todos participen del amor de Jesús". Poco a poco, en mí se hizo clara esta pregunta: ¿No merecería la pena dedicar toda mi vida a comunicar lo que vivíamos en el grupo a aquellos que nada sabían de Cristo? Durante aquellos años descubrí también la pobreza del mundo, su miseria. Oí hablar de los olvidados de la tierra... Decidí que valía la pena jugarse la vida por ellos para comunicarles la esperanza y el gozo que yo sentía en mí.

Recuerdo con emoción los pasos que iba dando, uno a uno, sin saber exactamente dónde me llevarían. No tenía clara la meta. Lo único que tenía seguro era que podía confiar en Aquél que guiaba mi caminar. Un paso dado me pedía el paso siguiente que me conducía hacia un futuro desconocido. Claro que nadie me obligaba a hacerlo. Me sentía libre y, a veces también, lleno de dudas. ¿Por qué continué? ¿Por qué seguí caminando? Debo confesar que no lo sé, ya que las ocasiones de volver atrás no faltaron. Sentía que merecía la pena continuar, creía que era yo quien quería continuar y continuaba. Ahora sé que Él me llamaba y me acompañaba.

Conocí por aquel entonces a los misioneros javerianos. Me sorprendió la sencillez de su vida y la familiaridad con que te trataban y te acogían. Descubrí en ellos el gusto de vivir como hermanos y su fuerte deseo de "colaborar para que el mundo fuese una familia". Vivían para la misión. Y ésta era, para ellos, un hacer presente entre los pueblos a Cristo para que en Él todos fuesen hermanos. Recuerdo que un anciano misionero de China me dijo: "Serás misionero el día en que abrazando a un chino sientas que abrazas a un hermano". No le di más vueltas. Decidí que aquél podía ser mi camino. Solicité entrar a formar parte de la familia javeriana y me aceptaron. Durante los años de formación me fui dando cuenta de que la misión empezaba en la comunidad. Descubrí la importancia de saber vivir como hermanos en una comunidad internacional, en una comunidad con hermanos de otras nacionalidades. Sentí el gozo de saberme aceptado con mis cualidades y mis límites. Y me enriqueció el experimentar que en mi comunidad se vivía el perdón mutuo como reflejo del perdón de Dios. Luego descubrí otras realidades que me enriquecieron. Me hablaron de Guido María Conforti, de su ideal, de su manera de vivirlo. Me ayudaron a repetir lo experiencia de descubrir el amor de Dios manifestado en la Cruz de Cristo. Recuerdo los momentos pasados en oración al pie de aquel Cristo sonriente del Castillo de Javier, y, luego, al pie del "Crucifijo de Conforti", aquel crucifijo que "le miraba y parecía decirle tantas cosas". Fueron las etapas de mi formación misionera. En ellas aprendí a conocer y vivir el amor de Cristo que nos apremia a anunciarlo a los demás.

Y ahora, al cabo de tantos años, cuando leo las palabras de Conforti: "El misionero ha contemplado a Cristo que, como a los apóstoles, le indica los pueblos de la tierra para que anuncie en ellos el Evangelio", siento que estas palabras describen mi pobre experiencia y el ideal de mi vida. Cuando me paro, cuando miro hacia atrás y contemplo el camino recorrido, me doy cuenta que Cristo ha estado siempre presente en él y que ha sido Él quien me ha conducido. ¿Es eso la vocación? Yo creo que sí.

Salvador

MIEDOS Y ALEGRÍAS ANTE LA MISIÓN

Se va acercando el día de mi salida hacia la misión. Llega el tiempo de las despedidas: uno de los peores momentos que nos toca vivir como misioneros. Y, ¿por qué no admitirlo?, es también el tiempo de las incertidumbres: ¿Me adaptaré al clima?, ¿me respetarán las enfermedades?, ¿será muy difícil el idioma que tengo que aprender?... En definitiva, los mil interrogantes que se haría cualquier persona antes de dar el salto hacia lo desconocido. Pero si tengo incertidumbres y miedos, son más fuertes las certezas y las alegrías. Y así ha sido todo mi camino desde que empecé a plantearme el ser misionero: dudas mezcladas a seguridades. Pero sobre todo ha primado siempre la alegría de caminar, muchas veces por caminos desconocidos, con el Señor.

Tengo la alegría de sentirme llamado y enviado, o tal vez empujado, por Dios para ser testigo de las maravillas que Él realiza entre los pobres de este mundo. ¿Por qué precisamente entre los pobres? No es porque ellos sean mejores o peores, sino porque el mismo Jesús eligió ser uno de ellos, nació y vivió entre ellos. Además, es evidente que allí donde los medios materiales son escasos, en la mayor debilidad, es más fácil ver la fuerza del Reinado de Dios que va creciendo. "Con los pobres de la Tierra -como dice una canción- quiero yo mi suerte echar" porque Dios me ha llamado a vivir entre ellos y esta elección me hace un privilegiado.

Otra alegría que experimento en estos momentos es la de sentirme libre frente a la tendencia, siempre presente entre nosotros, de acomodarse, de echar raíces. Es la tentación de creer que yo ya he encontrado lo suficiente y que ya es hora de quedarme tranquilo. Al marcharme, al romper ataduras, descubro que la vida y la fe son camino y que pararse significa empobrecerse. Siempre me ha maravillado la actitud de Jesús que, acogido e incluso buscado con insistencia en muchos pueblos, no se deja atar. Para cumplir con su misión Él sigue adelante, quiere que su anuncio llegue a todos y no sólo a aquellos con los que se encuentra bien. Todo esto lo expresaba muy bien San Francisco Javier, nuestro patrón, cuando decía, marchando hacia Japón: "Cuando pienso en la gracia que el Señor me ha concedido mandándome a estos lugares, me siento confundido. Pensamos que somos nosotros los que le servimos viniendo aquí. Y, sin embargo, Él me hace comprender, con extrema claridad, el gran don que me hace conduciéndome a Japón, libre de todo apego a las cosas que me podrían impedir llegar hasta allí".

A estas alegrías se añade una certeza: la misión enamora. Así lo veo en mi familia javeriana, en los misioneros que me han precedido por los caminos de África, y así lo experimenté yo también cuando estuve durante dos años en Colombia. Si es difícil ir a misión, mucho más difícil es regresar. Una parte del corazón se nos queda allí. La misión se convierte en pasión, en amor hacia las personas que nos reciben y hacia la realidad que nos hace renacer a otra cultura, a otro idioma, a otra forma de vivir, de creer y de rezar. ¿Acaso la misión no es la historia del amor de Dios hacia la humanidad, amor que se actualiza en cada misionero que parte?

Y no falta otra certeza, claro. Las dificultades van a ser muchas. Afortunadamente, puedo contar con vosotros, los que os quedáis aquí y me acompañáis con vuestro recuerdo, vuestra solidaridad y vuestra oración. Voy en nombre de una iglesia, de una comunidad, no soy un aventurero solitario. También cuento con el entusiasmo y la fraternidad de mi familia javeriana. En Chad encontraré otros javerianos que me ayudarán a entrar en aquella cultura, con ellos viviré la fraternidad de una familia universal y, también con ellos, anunciaré la presencia de Dios en aquel pueblo. Y, por supuesto, cuento con el Dueño de la Misión, el Dios del Amor, gracias al cual podemos vencer en las dificultades. Él me ha acompañado en mi camino, me ha sostenido en los momentos de dificultad, en la duda ha sido la única seguridad. Sé que no me fallará.

Antonio

HEME AQUÍ, SEÑOR, MÁNDAME A MÍ

María Reina es una india nahualt de Méjico, es también una misionera javeriana que va a vivir su misión en Japón. ¿Una india anunciando el evangelio en el "país del progreso"? Son las sorpresas de la llamada del Señor. Éste es el testimonio que nos da de su camino hacia la misión.

Todo empezó el día en que me ofrecí a ayudar a un grupo de jóvenes misioneros javerianos que acababan de llegar a mi aldea de Santa Cruz, en Méjico. Ellos me habían pedido que les enseñase nuestra lengua indígena, el nahualt. Acepté y me convertí en su maestra. Día a día fui testigo de su esfuerzo. Me impresionó su deseo ardiente de poder comunicar con los más sencillos del poblado. Les ayudé a preparar charlas, y me convertí en su traductora. Fui testigo de sus ansias por anunciar el Evangelio y por ponerse al lado de los más pequeños. Aquello me interesó. No me daba cuenta que era una "trampa" que el Señor me estaba tendiendo. Él me estaba seduciendo, y yo, casi sin darme cuenta, le dije que sí, le dije que también yo estaba dispuesta a dejarlo todo para anunciar a otros pueblos su Evangelio.

Bueno, dicho así parece sencillo, pero la verdad es que aquello puso mi vida patas arriba. Tal vez no os deis cuenta de lo que significa, en nuestra cultura de indios, el dejar la familia, el renunciar a tener hijos, para tomar un camino desconocido que te lleva a metas insospechadas. Pero yo empezaba a saber, en mi interior, que mi vida no encontraría sentido fuera del proyecto que aquellos misioneros javerianos estaban viviendo. Solicité poder ser una de ellos, ser una misionera javeriana. Me dijeron que no era cosa fácil. "Lo sé y no me importa -les contesté- ya que ésta es la única manera que veo para dar sentido a mi vida". Debo confesar que no sabía exactamente lo que estaba diciendo. Lo he ido comprendiendo poco a poco. Recuerdo ahora aquella frase porque siento que resume la profundidad de mi deseo.

Empecé el camino de formación en la comunidad de las misioneras javerianas. Por entonces pensaba que mi misión estaba en África, sentía grandes ansias de ir a aquel pobre continente y compartir con aquellos hermanos, pobres como yo, mi fe y mi vida. Si en aquel momento alguien me hubiese propuesto de ir a anunciar el Evangelio a Japón, seguramente yo habría contestado: "No, yo no estoy hecha para aquella misión. ¿Cómo puedo, siendo india, ir allí?". Pero los caminos del Señor son insospechados. Durante los años de mi formación como misionera javeriana, conocí a un joven coreano que se encontraba en Méjico estudiando la cultura nahualt. Era un joven profundo, sencillo y abierto. Muchas veces me preguntaba sobre mi vida y mi vocación. Él no era cristiano. Un día me dijo: "Asia os necesita". Aquello fue una llamada para mí. Aquel joven me indicaba un campo necesitado de nuestra presencia misionera. En mi corazón nació un deseo: "Ir a Japón, como Javier, y allí, desde mi pobreza, vivir y comunicar mi fe". Así me ofrecí a mis superiores por si creían que en Japón yo podía ser útil.

Ahora el período de mi formación ha terminado. Me he consagrado totalmente al Señor, en la familia javeriana, para vivir de Él y servirle en la misión. Siento el gozo de saber que es Dios quien salva y quien nos apremia a anunciar a todos su salvación para que todos formemos una única familia, la de los hijos de Dios. Dentro de poco marcharé hacia Japón. Dejaré lo que más he querido en mi vida, mi familia y mi pueblo. Marcharé pobre de todo, rica de la pobreza de mi pueblo, para anunciar la salvación en una nación que figura entre las más ricas del mundo, que todos miran como modelo de seguridad y de bienestar. Alguien preguntará: ¿Una pobre india nahualt anunciando el Evangelio en el país del progreso? Leo en la Biblia: "Una voz dijo: ¿A quién enviaré? Yo contesté: Heme aquí, Señor. Mándame a mí". No es una palabra vieja, hoy se hace realidad en mi vida. El gozo del Evangelio que he recibido no puedo tenerlo sólo para mí, es necesario que lo comunique a quien no lo conoce. Sólo así mi vida y mi fe tendrán sentido.

María Reina

¿POR QUÉ REGRESO A BURUNDI?

El autor de este testimonio es un javeriano que en su juventud vivió la misión en Burundi. Luego fue llamado a Roma para asumir tareas de dirección. Ahora, a sus cincuenta y seis años, se ha ofrecido para regresar a aquel país martirizado por la violencia.

Cuántas veces, en estos últimos meses, mis amigos me han preguntado. ¿Por qué regresas ahora a Burundi? ¿No deberías evitar los riesgos que allí vas a correr? Fue en Burundi donde empezó mi vida misionera y ahora voy a recuperarla. Confieso que, hace algunos años, viendo que aquella Iglesia parecía sólida, llegué a creer que mi presencia podría ser más necesaria en otros lugares. Ahora la situación ha cambiado tanto que siento que debo volver. El desencadenarse del odio tribal y el asesinato de mis hermanos javerianos son los factores que me han empujado a regresar a aquel país.

Pero el mayor motivo para ir es el amor que siento hacia aquel pueblo que tanto me dio en mis primeros años de vida misionera y que hoy, con asombro, he descubierto amar más que en el pasado. Sé que voy a encontrar a un pueblo destrozado, embrutecido por el odio, pero es un pueblo que nunca he dejado de amar. No puedo desentenderme de su sufrimiento. ¿Cómo podría olvidarlo ahora cuando el mundo parece dispuesto a dejar que se hunda en la muerte? Regreso a Burundi porque mi vocación es estar en la misión, mandado por la Iglesia para compartir el don de la fe que he recibido. Es allí donde Dios me está llamando, y este regreso es, para mí, la voluntad de Dios.

Después del asesinato de los misioneros javerianos de Buyenguero, a los periodistas que preguntaban qué iban a hacer los javerianos que estaban allí, yo les contesté: "En estos casos nos quedamos y no tomamos ni siquiera en consideración la posibilidad de abandonar el país". Pienso que mi deber es estar ahora allí junto a los hermanos que sufren. Sé que, en Burundi, ésta no es la hora de la actividad. Es la hora del silencio, del aguantar callados al pie de la cruz. No es tiempo de hacer cosas. No es posible realizar hoy los proyectos que realizamos en el pasado. Pero sé que puedo estar presente al lado de quienes viven víctimas del terror, de quienes sufren y lloran, de quienes llevan el peso de una guerra inútil y necesitan que alguien les muestre su amor, los escuche, comparta su dolor y les permita expresar su sufrimiento: sólo así podrán continuar esperando. Si nadie se acerca a ellos para mostrarles con su presencia que no todos los han abandonado, ¿dónde encontrarán la fuerza para superar esta hora trágica, para reconstruir en la justicia y en la paz su futuro, para cicatrizar las heridas abiertas por el odio racial, para educar a sus hijos en la esperanza y no en el deseo de venganza?

Es necesario que alguien les recuerde, con su presencia, que existe un Dios que es Padre de todos y que está con ellos sólo por amor. Es imprescindible que alguien les ayude a tender puentes entre las dos etnias, a pedir perdón sin ser abatidos por la vergüenza, a curar las heridas producidas por la división para que pueda renacer la reconciliación y la paz, a desenmascarar las ansias de poder de unos pocos y que han producido esta guerra. Y todo esto es mi vocación. Si los misioneros nos retirásemos, sería como si quitásemos el oxígeno a un enfermo condenándole a muerte. ¿Quién sería capaz de hacerlo?

El Papa continúa declarando que los misioneros somos en el mundo el signo del amor de Dios. Ésta es la hora de vivir en Burundi nuestro ser signos del amor de Dios en la Iglesia. Confieso que tengo miedo. Comparto el mismo miedo que tienen los javerianos, hermanos míos, que viven allí. El miedo de quienes vieron los cadáveres de Ottorino, Aldo y Katina, mártires por la paz. El miedo y la fe de quienes a pesar de todo, han decidido permanecer en su sitio. Conozco los riesgos que allí me esperan, sé que a veces el miedo atenazará mi corazón, pero gracias a la fe en el Resucitado, sé que no me faltará la fuerza para resistir. La locura de la Cruz es la fuerza de la misión.

El compromiso misionero que adquirí en mi juventud exige ahora que entregue mi vida a los hermanos que en Burundi me esperan, amándoles hasta el extremo, como Jesús. Entregar la propia vida está en la lógica del discípulo de Jesús y es la esencia de la misión. Y el martirio de mis hermanos javerianos, junto con el de tantos otros de quienes nadie habla, me lo confirma y me sostiene.

Gabriel

DIOS ME ESPERA ALLÍ

"¿Y cómo van a conocer a Dios sin alguien que se lo dé a conocer?" Este texto de S. Pablo a los Romanos resonaba con tal fuerza en mi vida que me sentí impulsado casi irremediablemente a aportar mi grano de arena para que esto fuera posible. Ser misionero es algo con lo que convivo desde hace tiempo: puedo decir que va unido al momento en que fui conociendo a Jesús, su Palabra, su Buena Noticia.

Para mí, todo empieza a los 14-15 años, cuando voy conociendo a Jesús. Fue cuando empecé a descubrir el estilo de vida de Jesús, sus actitudes, los valores que impulsaron su vida. Jesús se presentó ante mis ojos como una persona enormemente fascinante. Su estilo de vida, su manera de ver las cosas, de dar importancia a unas y dejar otras, de acercarse a las personas, su relación con los marginados... fueron creando en mí la admiración y, después, la adhesión a su persona. Esto suscitó en mí un sentimiento de agradecimiento muy grande. Me identifiqué con la parábola del tesoro escondido. Me daba cuenta que había encontrado lo más grande en mi vida. Se hizo muy presente en mí la invitación de Jesús a sus discípulos: "Ven y sígueme". Y la respuesta de éstos que "inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron".

Por aquella época, en un periodo de duda e incertidumbre típico de la adolescencia, una voz interior se hizo eco en mi mente y en mi corazón: "Te necesito para hacer algo grande". Surgió en mí la inquietud por las personas que no conocen a Jesús. Me decía que si yo era feliz conociendo y siguiendo a Jesús, otros también tenían el derecho de serlo. Me di cuenta de que conocer a Jesús era un gran regalo que Dios me había hecho, sin duda, unido a la vida, el regalo más grande que nadie me había hecho hasta entonces. Y me lo había entregado a través de unas personas concretas: mis padres, un sacerdote, unos compañeros... que, a su vez, lo habían recibido de otras, y así hasta los comienzos de la evangelización en Andalucía. También entonces se encontraron personas que dejaron familia, país, costumbres, lengua, y se lanzaron con la sola fuerza que viene del Espíritu a comunicar el descubrimiento de este tesoro escondido. Gracias a ellos, la Buena Noticia del Amor de Dios había llegado hasta mí. Creció en mi interior la inquietud por todas aquellas personas que no han tenido todavía la oportunidad de conocer a Jesús porque nadie se lo ha transmitido. Y esta inquietud misionera nacida en mi adolescencia y madurada en mi juventud, se hizo realidad en la familia javeriana de la que formo parte actualmente. "Para que el mundo sea una familia" fue el ideal de Guido María Conforti, y es también el ideal que guía mi vida y que da sentido a lo que soy y a lo que hago. Soy misionero por el deseo de ver reunidos en una sola familia a todos los pueblos de nuestro mundo, diferentes en cuanto a razas, lenguas, culturas, religiones... alrededor de una sola mesa, donde podamos compartir el pan y darnos el abrazo de la paz.

Ahora, marchando hacia África, el sentimiento que brota en mi interior es de alegría y confianza, vividas en un clima de serenidad. Sé que quien me precede en el camino es Aquél que me conoce antes de formarme en el seno de mi madre. Es Él quien me ha ido acompañando a lo largo de mi vida, mostrándome el camino del amor, de la generosidad, del servicio, del perdón. Es Él quien ha introducido en mi corazón la chispa de la insatisfacción y de la lucha contra una sociedad que privilegia a unos pocos y margina a otros muchos. Es Él quien ha ido poniendo en mi camino, de un modo gratuito e inesperado, a tantas personas a quienes nos une el mismo deseo de colaborar en la realización de su proyecto: hacer del mundo una familia. Este Dios es el que me espera allí. No tengo programas, ni proyectos, ni tampoco quiero tenerlos. Lo que sí quiero y deseo es entrar en la nueva realidad, a la que ya llevo en mi corazón, con enorme respeto y cariño, quitándome, como Moisés, las sandalias porque el lugar que voy a pisar es sagrado, para que Dios pueda seguir manifestándose y haciendo grandes cosas en favor de todos los pueblos. Por eso, en este momento sólo le pido a Él una cosa: que su amor y su gracia me acompañen cada día.

Fernando

RESUCITAR EN CAMERÚN

Y llegó el día de la vuelta a África. Los sentimientos se mezclan: gozo, ilusión y tristeza por la separación. Son cinco años los que he permanecido en la comunidad javeriana de Burlada (Navarra), años que han dejado su huella profunda en mí. Años de trabajo de animación misionera, con jóvenes y menos jóvenes; años de buenos momentos, de alegrías, de instantes intensos descubriendo la enormidad de nuestra vocación misionera, incluso lejos de las misiones. He crecido, he vivido y, no creo que caiga en el orgullo, estoy seguro de que he amado. Nuestra llamada misionera es enorme, hermosa. No tiene sus límites geográficos tan definidos como pueda parecer, porque somos misioneros del Padre en todos los lugares, con todas las personas, pueblos, razas. Y lo somos por la sencilla razón de que Él está en todos los corazones, más o menos escondido o camuflado, pero en todos. Y todos necesitamos de Él.

Así, mi vuelta a Camerún la vivo como un acontecimiento, no tan importante por el cambio de lugar o de personas, sino por la preciosa oportunidad que, de nuevo, se me ofrece para descubrir al Padre y servirlo en aquellas gentes. Gentes muy distintas y también muy semejantes a nosotros. Gentes como las de cualquier lugar, en definitiva. Recuerdo que en nuestras Constituciones está escrito que la salida a misión es "un acontecimiento pascual". La verdad es que esta expresión siempre me había sonado a algo un tanto rimbombante, tal vez un poco exagerada. Sin embargo, ahora siento que es cierto. Dejarlo todo y marchar hacia una nueva realidad es un paso de muerte y resurrección, de cambio, de nueva orientación. ¡Se precisa morir a tantas cosas! Morir a los prejuicios, a la buena voluntad de ayudar o enseñar, para saber aprender. Morir a lo que, en tu casa, siempre ha sido así, para nacer a otra realidad. Morir a uno mismo para que pueda nacer otro, abierto a la voz Africana del Espíritu.

Y es verdad que, incluso antes de haber salido para misiones, siento este paso como algo grandioso y difícil a la vez. Lo es en la medida en que tomo conciencia de que allá seré, durante bastante tiempo, un extranjero. Seré uno de los raros y pocos blancos, con una cabeza y una vida de blanco. Y sé que tendré dificultades para comprender una cultura y un estilo de vida tan diferentes al mío... Pero siento esta "muerte" como necesaria para la resurrección.

Resucitar en Camerún significará estar abierto a la novedad, estar atento a lo que aquel pueblo me ofrezca. Y poner todo mi ser a su servicio, realizando la tarea que el Señor nos ha confiado como familia misionera. Resucitar creo que será, para mí, el don de la disponibilidad y, sobre todo, de la humildad ante una tarea misionera de la que no somos los protagonistas sino, más bien, los testigos privilegiados. Porque en la misión el único protagonista es el Espíritu de Dios. Me han escrito que las gentes de mi nueva misión me esperan con ilusión. Todavía no me conocen, aún no saben cómo soy; pero me esperan con ganas. Yo también los espero con la ilusión y el deseo de compartir con ellos cuanto juntos podamos disfrutar del cuidado de Dios. Juntos haremos y experimentaremos lo que Él desee manifestarnos. Juntos viviremos la vida de todos los días, con sus dificultades y sus gozos. Creo que, en definitiva, eso es la misión: VIVIR, vivir siendo conscientes de por qué vivimos, de Quién es el autor de la vida, de Quién la sostiene y la enriquece. Vivir en comunidad con Él. Muy sencillo, ¿no? La vida plena es la gran Buena Noticia. Y allí, en Camerún, la vida es intensa, grande, gozosa muy a pesar de los grandes problemas que se están viviendo. Es el Evangelio de los pobres... Lo demás, creo yo, no importa tanto.

Juan Carlos

UN CORAZÓN APASIONADO

Éste es un testimonio especial, no es de una persona, es de un grupo de misioneros que reflexiona lo que está viviendo.

Como grupo de misioneras y misioneros javerianos que trabajamos en la región de Mayo Kebbi, en el sudoeste de Chad, queremos compartir nuestra fascinación y nuestros sencillos interrogantes de cada día que nacen de una realidad que nos interpela profundamente. Queremos comunicaros los frutos de nuestra reflexión sobre nuestras vidas vividas al ritmo de África.

Nos dejamos sorprender por la cultura de estos pueblos, siempre tan diferente a la nuestra. Por una lengua, llena de imágenes, no sólo difícil y complicada, sino también fascinante por su riqueza. Nos impacta descubrir, en el contacto continuo con este pueblo, su manera de celebrar la vida y la muerte, sus respuestas a las preguntas más profundas del ser humano. Incluso esa manera de sobrevivir en un ambiente hostil por un clima a veces insoportable. O la forma de expresar los sentimientos religiosos.

Es fascinante el método de la tradición oral, esa manera con la que estos pueblos mantienen su riqueza cultural, transmitida de padres a hijos, guía de sus vidas. Y es fascinante cómo se ha adaptado este método, tan suyo, para formar a los catecúmenos, para hacer crecer las comunidades cristianas, para hacerles regalo de la Buena Noticia de Jesús. Es el Evangelio puesto a disposición de todos, no solamente de los catequistas o de los pocos que saben leer. La tradición oral lleva el Evangelio a lo más profundo del corazón del pueblo, de cada persona. "La palabra aprendida vuelve continuamente en tu vida de cada día", asegura la gente. Es esa palabra que, guardada en la memoria, nutre la oración, los cantos y la vida de la comunidad. Se trata de "comer" la Palabra para que desde dentro renueve la cultura de estos pueblos y haga nacer en ellos algo nuevo.

Y es fascinante, no puede ser de otra manera, nuestra tarea, la de los misioneros, en la promoción del desarrollo de esta gente. Una tarea donde no somos ni protagonistas ni constructores ni mercaderes de soluciones nacidas en un laboratorio. Somos, se nos pide que seamos, animadores del pueblo desde dentro, que ayudemos a que cada uno tome conciencia de su situación, de sus necesidades: las suyas y las de su comunidad. Para, así, encontrar juntos compromisos personales, soluciones locales que no exijan excesiva dependencia del exterior. Se nos pide trabajar desde abajo, escondidos... y saber desaparecer cuando nuestra presencia ya no es necesaria. Se nos pide que no dejemos nuestros nombres en iglesias, escuelas o dispensarios. Que seamos pequeños y substituibles, generosos y desprendidos... ¡también totalmente libres de nuestras ansias de protagonismo!

Y toda esta fascinación que sentimos no excluye ni cansancios ni dificultades ni problemas. Nos queda mucho camino por recorrer. La escasez de misioneros nos hace sentir muchas veces incapaces de responder a las exigencias que encontramos. Cada año aumenta el número de los que piden ser cristianos. Y día a día nace la necesidad de dedicar más tiempo y energía para preparar a todos aquellos que tienen algún ministerio al servicio del crecimiento de la comunidad cristiana. Día tras día nos topamos de frente con la pobreza, con las necesidades extremas de las gentes entre las que vivimos. Resulta una experiencia revolucionaria, porque jamás podrás volver a ser el mismo. Son tantas las preguntas que surgen en nuestros corazones: no son abstracciones, son personas de carne y hueso que con su mirada están pidiendo que se les dé una mano para seguir adelante. Nos preguntamos continuamente cómo se comportaría Jesús en este lugar, qué gestos concretos tendría, qué palabras. Porque nosotros somos sólo servidores: Él es el protagonista de nuestra misión. Una misión que no es ni fácil ni heroica. Pero que exige un gran corazón, un corazón apasionado por nuestra gente y por el Reino de Dios. No se nos pide únicamente conocer la Palabra de Jesús. Se nos exigen gestos concretos de amor que hagan visible el amor de Dios hacia estos hermanos más pobres. Si queréis encontrar algo heroico en nuestra misión, si buscáis algo extraordinario, sólo lo encontraréis en la disponibilidad que se nos pide para ser, siempre, testigos fieles de Jesús al servicio de aquellos a los que hemos sido enviados.

Un grupo de javerianos