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22.- LA INCULTURACION EN EUROPA 3

23 Marzo 2018
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En el último número escribíamos que somos al mismo tiempo herederos y creadores de cultura, dejando abierta una cuestión: ¿Cómo crear cultura -en cuanto cristianos- en nuestra Europa actual tan pluralista y fragmentada, tan llena de posibilidades y de contradicciones, tan capaz de generar y ofrecer altos niveles de bienestar a millones de ciudadanos y de crear al mismo tiempo esclavitudes sutiles o manifiestas?

 

Dos rasgos claves definen nuestra cultura desde hace siglos: el valor de la persona y el sentido de la libertad. Ambos rasgos tienen un trasfondo bíblico. Los relatos de la creación colocan al ser humano en la cima de la acción creadora de Dios, creado a imagen de un Dios Creador y misterio de comunión, creado con capacidad de dialogar y responder a Dios, creado libre y responsable. Dotado de una dignidad inviolable, sagrada. A partir del Renacimiento, se inicia una “revolución” en la manera de pensar -en las ciencias, en la filosofía, en la moral- al ser humano que se convierte en el centro y en la medida de todas las cosas. Es la emergencia del individuo.

Sin ataduras

Desde entonces la valoración del individuo es una de las conquistas más importantes de nuestra cultura moderna. El individuo libre y protagonista de su propio destino y desarrollo irá ocupando el centro del pensamiento en Occidente. Cada ser humano es único e irrepetible, no es un número ni una pieza de un conjunto familiar o de un engranaje social. Los derechos humanos conquistados lenta y progresivamente tiene ahí su punto de partida: la dignidad del ser humano. Y así lo reconocen las diferentes declaraciones de derechos humanos. Esta convicción, presente hoy en el espíritu de las personas, ha favorecido la libertad y el progreso humano y social.

Siglos han transcurrido, y de la justa valoración del individuo hemos pasado a la exaltación del individuo, y de ahí a un individualismo exacerbado. Nuestra cultura favorece la creación de individuos liberados de toda autoridad -autoridad de la tradición y de la comunidad-, favorece la emergencia de individuos que quieren vivir sin “ataduras”, sin “vínculos”, sin dependencias, queriendo disfrutar de una libertad sin frenos. Respiramos a veces un hiper-individualismo miope. En el fondo, el individualista no se siente vinculado de verdad a nada ni a nadie. Ni a tradiciones ni a colectividades humanas. Busca relaciones que refuerzan su satisfacción o su autoestima, relaciones profundamente interesadas.

El “yo” que aparece en tantos reclamos y anuncios publicitarios es un yo narcisista, obsesivamente colocado en el centro, un yo encerrado en sí mismo, prisionero de objetos y de sensaciones efímeras, lleno de sí, vacío en el fondo. Anuncios lisonjeros que construyen un yo profundamente inmaduro, obsesionado por su propio bienestar. “Estar bien consigo mismo” se ha convertido en el supremo ideal de vida para muchos.

¿Qué libertad?

Hemos sido creados libres y responsable, y ambas: libertad y responsabilidad van unidas. Nuestro modelo más logrado y perfecto es Jesús, paradigma de hombre libre, y para él la libertad es servicio, don de sí mismo hasta la entrega de la propia vida. Frente a esta libertad solidaria, “exigente”, entendida y vivida como un servicio y una entrega, se exalta otra libertad entendida únicamente como disfrute individual, expresión –a veces- del más puro egoísmo. Una libertad marcada por el ambiente hedonista de frívola superficialidad, de miopes horizontes, libertad que termina en el vacío de un yo sin raíces, un ser fragmentado cuya conciencia parece reducirse a un conjunto yuxtapuesto de flash.

Y en lugar de la libertad solidaria, en otros ámbitos se difunde e inocula esa otra concepción “liberal” de una libertad egoísta, falaz donde predomina la búsqueda del propio interés, del beneficio, de la máxima rentabilidad. Una libertad sin frenos aplicada al orden económico, y defendida por el liberalismo económico –ultraliberalismo agresivo en nuestros días- que sólo beneficia a los más poderosos, libertad del pez grande para comerse al chico. En nombre de la libertad de unos pocos privilegiados una gran mayoría es privada, excluida del derecho a la justicia. Nos ofrecen migajas de libertad, libertad para escoger diferentes marcas del mismo o parecido producto en el supermercado del barrio pero no el tipo de sociedad que queremos. Hace unos meses podíamos oír y ver en la televisión un anuncio descarado. Un banco, claro. El anuncio manipulaba el célebre: “libertad, igualdad, fraternidad”, traduciéndolo por “libertad, igualdad y rentabilidad”. ¿Desfachatez? ¿Cinismo? o simplemente ¿realismo? ¡La fraternidad es cosa de ingenuos, de estúpidos o de idealistas! y lo que se lleva es el negocio, el beneficio, la rentabilidad; libertad para enriquecerse y para generar desigualdades. ¡Qué lejos estamos de la fraternidad universal, de la búsqueda de condiciones de vida dignas para todos! Si ser persona consiste en ser libre y, al mismo tiempo, en estar ligado, ¿es posible la libertad sin interdependencia, sin fraternidad, sin “ataduras” de amor?

Influjo social

Compartir los bienes es una exigencia de la justicia. El mundo, su progreso ha sido confiado por Dios al ser humano, y si queremos de verdad que el desarrollo sea humano es preciso que los bienes y recursos lleguen a todos hasta alcanzar una distribución justa, solidaria, sin olvidar las generaciones futuras. Los bienes de la creación están destinados a todos los seres humanos. Una propiedad privada que no sea solidaria, que no respete el destino universal de los bienes de la tierra se convierte en fuente de división, de explotación, de conflictos.

Nuestra sociedad-cultura ejerce un enorme influjo sobre  nosotros y sobre nuestras comunidades cristianas, nos es necesaria y saludable una actitud de vigilancia evangélica sobre nuestra escala de valores, nuestros criterios de juicio, o sobre nuestras actitudes más o menos “espontáneas”.

¿Cómo conjugar y armonizar independencia individual y mutua dependencia? ¿Qué visión del ser humano podemos aportar los cristianos a nuestra sociedad? Por ahí puede ir una de nuestras aportaciones más válidas a nuestra cultura. Un tipo de persona solidaria, comunitaria, entregada, servicial, responsable de los demás, de la sociedad, de la historia, animada por el gozo y la esperanza del Resucitado, opuesta a ese individuo aislado, egocéntrico, preocupado de manera obsesiva e inmadura por su bienestar, su imagen, su exclusivo interés.

RECUADRO

«En la medida en que la niebla del individualismo envuelve e impregna a las personas, la conciencia sentida de estar ligados a Dios, vinculados a una comunidad, interiormente orientados a ser fieles y solidarios, invitados con apremio a amar, se vuelve más “contracultural”, más extraña. “Quien no ama no conoce a Dios”. El individualismo puede inducir a lo sumo a formas de religiosidad que pretenden sobre todo el bienestar psicológico del individuo. Algunos «nuevos movimientos religiosos» parecen responder a esta necesidad. No es, pues, sorprendente, la apatía de tantos conciudadanos a aceptar la doctrina y la vida cristiana propuestas por la Iglesia». (Carta pastoral de los obispos de Pamplona, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, 2005)

«Hay un tipo de hombre que está presidido por los productos “light”, un hombre superficial que tiene cuatro ingredientes: hedonismo  -placer y más placer-, consumismo -tanto tienes tanto vales-, permisividad -haz lo que quieras- y relativismo -nada tiene importancia-. Es un tipo de hombre brutal, devastador.» (Enrique Rojas, psiquiatra)

“La misión en nuestras vida”

Gálatas 5, 13-26. Libertad es servicio mutuo de amor a los hermanos. Libertad es dejarse guiar por el Espíritu que nos habita.

Efesios 4, 14-24. Adultos con criterios propios. Criterios iluminados por nuestro arraigo en Cristo, Cabeza nuestra, hasta revestirnos del Hombre Nuevo.

Lucas 12, 16-21. “Descansa, come, bebe, date buena vida… ¡necio!” Acumula, prisionero de lo que posees… ¡necio miope! Vive la vida como don, con gratitud, con solidaridad… ¡sabio!

P. Carlos Collantes Díez sx