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RELACION DE JAVIER CON DIOS PADRE 03

19 Marzo 2018
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RELACIÓN DE JAVIER CON DIOS PADRE.- Voy a destacar algunos de los rasgos humanos y espirituales más sobresalientes de su personalidad, de su identidad creyente y misionera, poniéndolos en relación con la Trinidad, con ese Dios cristiano, misterio y manantial inagotable de comunión y de amor. 

3.1- Padre. La relación de Javier con Él está hecha de confianza, humildad y servicio. La motivación permanente que guía todos sus afanes y desvelos apostólicos la tiene siempre muy clara y aparece como un hilo conductor constante en sus cartas: “por cuyo amor y servicio vamos”, “por cuyo amor únicamente hago este viaje”. Encontramos, al mismo tiempo, un lenguaje que puede contrariar incluso herir nuestra sensibilidad humana y teológica actual. Aunque se siente en todo momento invadido y envuelto por la infinita misericordia de Dios de la que habla constantemente, con relativa frecuencia hace referencias a posibles castigos divinos. Igualmente encontramos en sus cartas el temor de ofender a Dios. Tal vez, haya que entenderlo desde la perspectiva de quien se ha sentido y se siente profundamente amado y por nada del mundo quisiera ofender a quien es la fuente de tanto amor. Se trata del temor bíblico, don del Espíritu, mezcla de respeto y de confianza, expresión de la delicadeza de su amor por Dios. ¿Cómo podría temer quien de esta manera se expresa: “Muchas veces me acaece oír decir a una persona que anda entre estos cristianos: ¡Oh Señor!, no me deis muchas consolaciones en esta vida; o ya que me las dais por vuestra bondad infinita y misericordiosa, llevadme a vuestra santa gloria, pues es tanta pena vivir sin veros, después que tanto os comunicáis interiormente a las criaturas [1]. Tiene una idea muy alta de la trascendencia de Dios, al tiempo que vive una profundísima actitud de confianza y abandono, de servicio y alabanza.

3.1. AEl Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida...” (Salmo 26, 1). Un rasgo fuerte y muy característico es la confianza absoluta, ciega, indefectible en Dios y cuyo secreto está en su determinación firme de querer servir a Dios por encima de todas las criaturas -el principio y fundamento ignaciano-; esta confianza le hace relativizar y superar miedos, trabajos, peligros, riesgos, soledades, tentaciones… resaltamos tres textos suyos.

Espántanse mucho todos mis devotos y amigos de hacer un viaje tan largo y peligroso. Yo me pasmo más de ellos, en ver la poca fe que tienen, pues Dios nuestro Señor tiene mando y poder sobre las tempestades del mar de la China y Japón, que son las mayores que hasta ahora se han visto; y poderoso sobre todos los vientos y bajos, que hay muchos, a lo que dicen, donde se pierden muchos navíos. Tiene Dios nuestro Señor poder y mando sobre todos los ladrones del mar, que hay tantos que es cosa de espanto. Y son estos piratas muy crueles en dar muchos géneros de tormentos y martirios a los que cogen, principalmente a los portugueses. Como Dios nuestro Señor tiene poder sobre todos éstos, de ninguno tengo miedo, sino de Dios que me dé algún castigo por ser negligente en su servicio, inhábil e inútil para acrecentar el nombre de Jesucristo entre gentes que no lo conocen. Todos los otros miedos, peligros y trabajos que me dicen mis amigos, los tengo en nada[2].

Mucha diferencia hay del que confía en Dios teniendo todo lo necesario, al que confía en Dios sin tener ninguna cosa, privándose de lo necesario, pudiéndolo tener, por más imitar a Cristo. Y así mucha diferencia hay de los que tienen fe, esperanza y confianza en Dios, fuera de los peligros de muerte, a los que tienen fe, esperanza y confianza en Dios, cuando por su amor y servicio, de voluntad se ponen en peligros casi evidentes de muerte, pudiéndolos evitar si quisieren pues queda en su libertad dejarlos o tomarlos. Paréceme que los que en peligros continuos de muerte vivieren, solamente por servir a Dios, sin otro respeto ni fin, que en poco tiempo les vendrá aborrecer la vida y desear la muerte, para vivir y reinar para siempre con Dios en los cielos, pues ésta no es vida, sino una continuada muerte y destierro de la gloria, para la cual somos criados[3]. 

“Los peligros que corremos, son dos, según dice la gente de la tierra: el primero es, que el hombre que nos lleva, después que le fuere entregados los doscientos cruzados, nos deje en alguna isla desierta o nos bote al mar...; el segundo es, que, si nos llevare a Cantón y fuéremos ante el gobernador, que nos mandará atormentar o nos cautivará... Además de estos dos peligros, hay otros mucho mayores que no alcanza la gente de la tierra... El primero es, dejar de esperar y confiar en la misericordia de Dios, pues por su amor y servicio vamos a manifestar su ley, y a Jesucristo... Pues desconfiar ahora de su misericordia y poder... es mucho mayor peligro de lo que son los males que nos pueden hacer todos lo enemigos de Dios... Nos, considerando estos peligros del alma que son mucho mayores que los del cuerpo, hallamos que es más seguro y más cierto pasar por los peligros corporales, antes que ser comprendidos delante de Dios en los peligros espirituales. De manera que, por cualquier vía, estamos determinados a ir a China. El suceso de nuestro viaje espero en Dios nuestro Señor que ha de ser para acrecentamiento de nuestra santa fe, por mucho que los enemigos y sus ministros nos persigan; porque “si Dios estuviere por nosotros, ¿quién tendrá victoria contra nosotros?”[4].

No hay tempestad, circunstancia adversa, riesgo, peligro que nos pueda separar del amor del Padre, estamos siempre en sus manos. (Rom 8, 31-39). El pecado de desconfianza, en el fondo, es un pecado de desconocimiento de Dios, un pecado de olvido grave de la fidelidad de Dios, como le sucedió al pueblo de Israel en el desierto donde la murmuración contra Dios era falta de fe-confianza. “Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene” (Sal 62, 9). Francisco místico se sabe en todo momento en manos de Dios, y en su manera de expresarse descubrimos con claridad el aliento paulino: “sé de quien me he fiado” (II Tm 1, 12), el espíritu evangélico: “ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” (Lc 21, 18). Bien distinto es su comportamiento del de los discípulos que temerosos gritan a ese Jesús que parece dormir (Mc 4, 35-41). ¿Imprudencia, comportamiento temerario, locura? Francisco temerario ha descubierto y vivido la sabiduría de Dios, la locura de la cruz, “porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (I Cor 1, 25).

3.1. BTened ceñida la cintura y encendidas las lámparas... Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentra en vela...” (Lc 12, 35-38). Confianza en Dios y servicio suyo van estrechamente unidos en Francisco. “Mucho tiempo estuve, después de tener información de Japón, si iría o no allá, para determinarme; y después que Dios nuestro Señor quiso darme a sentir, dentro en mi alma, ser él servido que fuera a Japón, para en aquellas partes servirlo, paréceme que, si lo dejara de hacer, fuera peor de lo que son los infieles de Japón. Mucho trabajó el enemigo para impedirme esta ida; no sé lo que recela de que vayamos nosotros a Japón… Muy confiados vamos de la misericordia de Dios nuestro Señor, que nos ha de dar la victoria contra sus enemigos. No recelamos vernos con los letrados de aquellas partes, porque quien no conoce a Dios ni a Jesucristo ¿qué puede saber? Y los que no desean sino la gloria de Dios y la manifestación de Jesucristo, con la salvación de las almas ¿qué pueden recelar ni temer? … Sólo un recelo y miedo llevamos, que es temor de ofender a Dios nuestro Señor…” [5]. Resuenan las palabras evangélicas: “No temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no pueden hacer más... Temed a Aquel que... tiene poder para arrojar en la gehena...No temáis...” (Lc 12, 4-7). El servicio de Dios hace que la mayor de todas las osadías: que un pecador -un instrumento indigno- se atreva a hablar de Dios... se convierta en obediencia.

No es difícil descubrir detrás de estas palabras la radicalidad del amor de Francisco: “amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…” (Lc 10, 27). El celo apostólico nace al descubrir el amor misericordioso e infinito con que Dios rodea y envuelve nuestra vida, amor que nos impulsa y mueve a poner el anuncio del evangelio sobre todas las cosas, por encima de los propios programas, del propio éxito, de las propias ideas, incluso de la propia vida. Así lo vivió Francisco Javier.

3.1. C “... pues Dios levanta y esfuerza a los humildes” (C 90, 373). A pesar de sus ricas y numerosas cualidades humanas, Javier vive una humildad impresionante, humildad que no tiene nada de fingido o ficticio, apoyada siempre en su honda experiencia espiritual, en un sentido fuerte de la trascendencia y de la misericordia de Dios. “Preserva a tu siervo de la arrogancia... así quedaré libre e inocente del gran pecado…” (Sal 18, 14). No es difícil descubrir la influencia de los ejercicios, la impronta de Ignacio en sus expresiones que sin duda traslucen su profunda y rica vivencia espiritual… “desear más ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (Los tres grados de humildad EE 165-167). La búsqueda y el deseo de la humildad interior son en él constantes; encarecidamente y con expresiones, a veces, fuertes y duras, advierte a sus hermanos de los fatales peligros del orgullo y de la soberbia, de la “vana opinión y grande soberbia”, invitándoles en todo momento a seguir el camino de la humildad (C 116)[6]. Bien podemos entender esta búsqueda como un rasgo determinante de su seguimiento e identificación con su Señor, el Verbo encarnado “que por mí se ha hecho hombre para que más le ame y le siga” (EE 104); búsqueda que nos descubre, también, el recuerdo permanente de su propia conversión, sus luchas interiores venciendo ambiciones y vanidades -trampas sutiles-, reorientando sueños de gloria, nobleza y honra humana.

Hízome Dios nuestro Señor tanta merced por vuestros merecimientos, de darme, conforme a esta pobre capacidad mía, conocimiento de la deuda que a la santa Compañía debo; no digo de toda, porque en mi no hay virtud, ni tanto talento, para igual conoscimiento de deuda tan crescida; mas para evitar en alguna manera pecado de ingratitud, hay, por la misericordia de Dios nuestro Señor, algún conoscimiento, aunque poco. Así ceso rogando a Dios nuestro Señor, que, pues nos juntó en su santa Compañía en esta tan trabajosa vida por su santa misericordia, nos junte en la gloriosa compañía suya del cielo, pues en esta vida tan apartados unos de otros andamos por su amor[7].

Permite Dios nuestro Señor, por su grande misericordia, que tantos miedos, trabajos y peligros el enemigo nos ponga delante, por nos humillar y bajar, para que jamás confiemos en nuestras fuerzas y poder, sino solamente en él y en los que participan de su bondad. Bien nos muestra en esta parte su infinita clemencia y particular memoria que de nos tiene, dándonos a conocer y sentir dentro en nuestras almas cuán para poco somos, pues nos permite que seamos perseguidos de pequeños trabajos y pocos peligros, para que no descuidemos de él haciendo fundamento en nos...”[8].

Jamás podría escribir lo mucho que debo a los del Japón, pues Dios nuestro Señor, por respeto de ellos, me dio mucho conocimiento de mis infinitas maldades; porque estando fuera de mí, no conocí muchos males que había en mí, hasta que me vi en los trabajos y peligros de Japón...” [9]

Algo digno de resaltar, a mi modo de ver, es que en estos textos, y en otros, la humildad aparece revestida de una clara y fuerte dimensión comunitaria y de un amor profundo al pueblo sencillo. La humildad verdadera es camino obligado de todo crecimiento espiritual y condición necesaria de toda fecundidad apostólica: “...porque sin la verdadera humildad ni vos podéis crecer en espíritu, ni aprovechar en él a los prójimos...”, escribirá en una instrucción dirigida al novicio Juan Bravo (C 89, 362)[10].

Existe en él una profunda conciencia de pecado -propia de la época- así como de sus nefastas y dramáticas consecuencias. En modo alguno quiere que sus pecados obstaculicen la obra salvadora de Dios. La verdadera empresa importante en esta vida transitoria y provisional es servir al Señor y salvar el alma. Se trata, tal vez, de la sensibilidad espiritual propia de la época, pero que no deja de ser una verdad importante, aunque las acentuaciones varíen según las épocas. “… pues ésta no es vida, sino una continuada muerte y destierro de la gloria, para la cual somos criados[11]. Y él tiene una conciencia especial, muy viva de ser un instrumento indigno en manos de Dios para que otros conozcan y se abran a la salvación del Dios vivo: “Escríbenme de aquella tierra los portugueses, que hay grande disposición para acrecentarse nuestra santa fe, por ser la gente muy avisada y discreta, allegada a razón y deseosa de saber. Confío en Dios nuestro Señor, que ha de hacerse mucho fruto en algunos y en todos los japoneses; digo en sus almas, si nuestros pecados no nos impidieran, para no querer Dios nuestro Señor servirse de nosotros” [12]. Y la gran tentación y trampa es atribuirse a sí mismo lo que es de Dios. “Primeramente buscar mucha humildad acerca del predicar, atribuyendo primeramente todo a Dios muy perfectamente[13]. Morir cada día a uno mismo, vivir descentrados de nosotros mismos nos permite una mayor escucha de los demás y de la realidad para descubrir, acoger, discernir las llamadas de Dios, las insinuaciones del Espíritu.

sigue...

[1] C 20, 121-122. “… que en poco tiempo les vendrá aborrecer la vida y desear la muerte, para vivir y reinar para siempre con Dios en los cielos…” C 85, 353. “… pues vivir en ella (esta trabajosa vida) sin gustar de Dios, no es vida, sino continua muerte” C 90, 375.

[2] C 78, 306-307.

[3] C 85, 353.

[4] C 131, 530-531.

[5] C 85, 351. C 109, 462-463.

[6] “... por amor y servicio de Dios nuestro Señor, que os dispongáis para mucho, deshaciendo mucho en vuestras propias afecciones, pues son impedimento de tanto bien; y mirad mucho por vosotros, Hermanos míos... por carecer de humildad interior, fueron al infierno por hacer fundamento en una engañosa y falsa opinión de sí mismos...” C 90, 374.

[7] C 59, 237.

[8] C 90, 383. 368. 373-375. 387. En esta larga carta escrita desde Kagoshima a sus compañeros de Goa, Francisco ejerce de verdadero maestro espiritual. Las llamadas a la humildad interior son frecuentes.

[9] C 97, 421. Una bonita carta escrita desde Cochín al P Ignacio de Loyola, a su vuelta del Japón.

[10] “... disponeos a buscar mucha humildad, persiguiéndoos a vosotros mismos en las cosas donde sentís o deberíades sentir repugnancia, trabajando con todas las fuerzas que Dios os da para conoceros interiormente, para lo que sois, y de aquí creceréis en mayor fe, esperanza y confianza y amor en Dios y caridad con el prójimo...” C 90, 373.

[11] C 85, 353.

[12] C 85, 351. C 109, 463. “A mí, el más insignificante de todo el pueblo santo, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo…” (Ef 3, 8-9).

[13] C 116, 485-486. Se trata de una instrucción dirigida al P. Barzeo consagrada toda ella a la humildad. La misma insistencia la encontramos en C 90, 387. Igualmente en C 13, 83: “El fruto que se hace, Dios lo sabe, pues él lo hace todo”. “... siervos inútiles somos... ” Lc 17, 7-10.