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RELACION DE JAVIER CON EL ESPÍRITU SANTO 05

22 Noviembre 2018
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3.3  Espíritu Santo. Javier se entusiasma fácilmente. Sus relatos desbordan con frecuencia optimismo. Es un gran soñador, sin embargo no es ingenuo, sabe que, muchas veces, se juega la vida. “... grande atrevimiento... ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender y hablar verdad que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo” (C 109, 462-463). Vive habitado por deseos de querer ir a todas partes, de convencer, persuadir a las personas influyentes, de llegar allí donde se pueda realizar el máximo fruto: al corazón de Oriente... China. Siempre buscando el bien más grande. Se aventuró el primero por caminos no trazados, allí donde el Espíritu le iba sugiriendo. “... y para estar bien en esta vida, hemos de ser peregrinos para ir a todas partes donde más podamos servir a Dios nuestro Señor”, escribirá al P. Mansilhas (C 50, 180).

 

Aunque está convencido de ser un instrumento indigno, tiene, al mismo tiempo, una conciencia aguda de su singular misión: ir abriendo caminos, otros vendrán después para continuar la siembra iniciada. “Rogad a Dios nuestro Señor que me dé gracia de abrir camino a otros, ya que yo no hago nada” (C 99, 428), escribirá a su querido hermano y amigo Simón Rodríguez a su vuelta de Japón, describiendo las características y cualidades que deberían tener los misioneros enviados a “estas partes”. Utilizará esta misma expresión “abrir camino” para referirse a la predicación del evangelio en China. (C 96, 419 y C 107, 457). Sin escatimar esfuerzos ni regalos prepara con sumo cuidado esta última “aventura”, la más soñada; lleva un tesoro único, el más hermoso, y aunque ha contado con la inestimable ayuda de un buen amigo, Diego Pereira, que ha gastado su fortuna en los preparativos de viaje tan importante, sabe que todo depende de la misericordia divina. El texto es precioso: “Llevamos un presente muy rico al rey de la China, de muchas y ricas piezas que compró a su costa Diego Pereira. Y de parte de V A -escribe a Juan III, rey de Portugal- le llevo una pieza, la cual nunca fue enviada de ningún rey ni señor a aquel rey, que es la ley verdadera de Jesucristo nuestro Redentor y Señor. Este presente que V A le envía es tan grande, que, si él lo conociera, lo estimara más que ser rey tan grande y poderoso como es. Confío en Dios N S que tendrá piedad de un reino tan grande como este de la China, y que por sólo su misericordia se abrirá camino para que sus criaturas y semejantes adoren a su Criador, y crean en Jesucristo, Hijo de Dios, su Salvador”[1].  Se siente animado y conducido por una sabiduría sublime, la misma que guiaba a Pablo: “saber a Cristo y a éste crucificado” (I Cor 2,2).

Quiere conocer, él mismo, los lugares a los cuales irán después sus hermanos o él les enviará en virtud de su cargo y responsabilidad. “La navegación a Japón y China, como todos me lo aseguran, está llena de trabajos y peligros. Mi experiencia en esta parte es nula; cuando allá fuere, que será según creo, dentro de dos meses y medio, os informaré de todo” [2]. Pedirá a los suyos esta misma actitud de “itinerancia”, de querer ir siempre “más allá”, es el celo por los últimos, la preocupación por no dejar a nadie desamparado: “… no estaréis de asiento en ningún lugar, sino continuamente andaréis de lugar en lugar, visitando a todos esos cristianos, como lo hacía yo cuando allí estaba, porque de esta manera serviréis más a Dios… Dos cosas os encomiendo mucho: la primera que andéis peregrinando continuamente de lugar en lugar…”[3]. Tan grande es su celo, su corazón que a veces llega al extremo de sentirse “desocupado”. Sus sueños, su pasión, su optimismo surgen fácilmente. Apenas le llega una primera información sobre Japón que comienza a imaginar los frutos que la predicación del evangelio producirá entre los japoneses: “Estoy convencido de que la religión cristiana se propagará notablemente en aquellas partes. Añádase a esto que ya aquí estoy sin ocupación” (C 79, 310). Sus sueños apostólicos nos parecen “desmesurados”, para él no existen las medias tintas, por eso sueña con implicar a numerosos estudiantes de las universidades católicas europeas. Es la urgencia del anuncio, urgencia que vive con su habitual pasión[4].

La libertad interior -libertad espiritual- es posible desde esa actitud ya dicha de humildad-confianza y de escucha-obediencia. Es una libertad que se transforma en audacia apostólica, en firme determinación de ir allá donde el Espíritu, a través de sus mociones interiores, sugiere o llama. “Grande atrevimiento parece éste, ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender y a hablar verdad, que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo”[5]. Lo contrario de esta audacia (la parresía que encontramos en Los Hechos de los Apóstoles) es la pusilanimidad “… Esta miseria tan peligrosa y dañosa…” (C 90, 367) contra la que Javier pone en guardia a sus hermanos.

 

3.3 A “Pero él les dijo: También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4, 43). La itinerancia como búsqueda de nuevos horizontes. Esta pasión que siente le empuja a estar siempre en camino, a tener bien abierto el corazón para intuir donde es más urgente el anuncio del nombre de Jesús para “acrecentamiento de nuestra santa fe”, como él escribirá frecuentemente. No es simple estrategia, sino fidelidad y docilidad al Espíritu cuyos caminos conoce, frecuenta y escruta pacientemente, sin precipitación. Francisco posee una finura especial para acoger y seguir las insinuaciones del Espíritu. Las ganas de aprender, la búsqueda constante de información, la enorme inquietud o curiosidad que siente aparece siempre transfigurada por el deseo de anunciar el evangelio, podemos pensar que influye también ese sentido dramático de la salvación -la necesidad del bautismo- propio de la época. El Espíritu trabaja con nuestros “materiales” humanos, con nuestras visiones limitadas, incompletas, incluso defectuosas. Siendo hijos de nuestro tiempo, el Espíritu va siempre más allá y quien de verdad se deja conducir por El transciende su tiempo. 

A un mercader portugués, amigo mío que estuvo en Japón muchos días en la tierra de Angero, le rogué que me diese por escrito alguna información de aquella tierra y de la gente de ella, de lo que había visto y oído a personas que le parecía que hablaban verdad. El me dio esta información tan menuda por escrito, la cual os envío con esta carta mía. Todos los mercaderes portugueses que vienen de Japón, me dicen que si yo allá fuese, haría mucho servicio a Dios nuestro Señor, más que con los gentiles de la India, por ser gente de mucha razón. Paréceme, por lo que voy sintiendo dentro en mi ánima, que yo, o alguno de la Compañía, antes de dos años iremos a Japón, aunque sea viaje de muchos peligros, así de tormentas grandes y de ladrones chinos que andan por aquel mar a hurtar, donde se pierden muchos navíos ” [6].

“Un portugués mercader hallé en Malaca, el cual venía de una tierra de grande trato, la cual se llama China. Este mercader me dijo que le demandó un hombre chino muy honrado que venía de la corte del rey, muchas cosas… De Malaca van todos los años muchos navíos de portugueses a los puertos de la China. Lo tengo encomendado a muchos para que sepan de esta gente, avisándoles que se informen mucho de las ceremonias y costumbres que entre ellos se guardan, para por ellas se poder saber si son cristianos o judíos. Muchos dicen que S Tomé, apóstol, fue a China y que hizo muchos cristianos...” [7].

“De aquí a seis días, con la ayuda y favor de Dios nuestro Señor, vamos tres de la Compañía, dos Padres y un lego, a la corte del rey de China, que está cerca de Japón, tierra muy grandísima, y poblada de gente mucho ingeniosa, e de muchos letrados. Por la noticia que tengo, danse mucho a las letras… Mucho confiados vamos en Dios nuestro Señor que se ha de manifestar su nombre en la China…”[8].

 

3.3 B Señalo dos actitudes que me parecen importantes para poder oír con mayor nitidez la voz del Espíritu en ese proceso de eliminación progresiva de interferencias, impedimentos, “afecciones desordenadas”. La primera es la atención delicada y el cultivo perseverante de la propia vida espiritual, condición necesaria para poder dar frutos apostólicos. “Pedir a Dios con mucha eficacia que me dé a sentir dentro de mi alma los impedimentos que pongo de mi parte, por respeto de los cuales deja él de hacerme mayores mercedes y servirse de mí en cosas grandes”[9].

Algo que también pedirá a sus hermanos. “Primeramente acordaos de vos mismo, teniendo cuenta con Dios principalmente, y después con vuestra conciencia. Con estas dos cosas podréis mucho aprovechar a los prójimos…”[10]. Siempre preocupado por el crecimiento espiritual, el suyo y el de sus amadísimos hermanos.

“Y mirad bien que yo holgaría mucho, por el bien que os quiero, así a vos como a todos, que miraseis más lo que Dios deja de hacer por vosotros, que lo que por vosotros hace; porque con lo primero os confundiréis y humillaréis, y conoceréis cada día más vuestras flaquezas y ofensas contra Dios; y con lo segundo, corréis riesgo muy grande de una engañosa y falsa opinión, haciendo fundamento en lo que no es vuestro, ni hecho por vos, sino solamente por Dios ” [11].

La segunda actitud es la lucidez interior o espiritual para ser en todo momento consciente de que el fruto lo da el Señor y que el protagonista de la misión es el Espíritu: “… y acordaos siempre que en más tiene Dios una buena voluntad llena de humildad con que los hombres se ofrecen a él, haciendo oblación de sus vidas por solo su amor y gloria, de lo que precia y estima los servicios que le hacen, por muchos que sean”[12]. Consejo o actitud importante para no caer en el voluntarismo, o en un activismo insano que podría hacer del enviado un “címbalo que retiñe”. Sólo así se podrá -podremos- ser testigos del Espíritu “que Dios da a los que le obedecen” (Hch 5, 32), en una actitud de disponibilidad incondicional al Espíritu que habla suavemente al corazón.

“De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu” (Jn 3,7). Francisco tras su conversión ha nacido de nuevo, ha nacido de verdad y se ha convertido en hombre nuevo, libre y espiritual. Por eso ha vivido con una actitud de permanente confianza-fe en el Padre, se sabe en todo momento en sus manos, no duda, se fía... porque conoce a Dios.

 

CONCLUSIÓN

Nos hemos acercado, de manera parcial y limitada, a la existencia espiritual de Francisco de Javier que se concentra en esa actitud de obediencia al Padre, conducido por el Espíritu y en unión con Cristo, Señor y Maestro de su vida. Una vida interior rica, intensa, profunda, fiel. Hemos visto en él la determinación firme de responder en todo momento y circunstancia al amor de Dios. Como su Maestro y Señor quiere hacer de la voluntad del Padre su comida; de sus deseos, su camino; y de la misión recibida por misericordia, la razón de su existir, de sus desvelos, trabajos, viajes, penas y gozos. Tiene el mismo secreto que Jesús: una unión profunda con el Padre alimentada mediante una relación-oración constante. Estamos ante una verdad elemental: “el que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Francisco de Javier es un hijo de Dios confiado, servicial, humilde; un discípulo de Cristo, fiel y apasionado, radical y alegre; un hombre libre, fecundo, guiado por el Espíritu. Acercarnos a Francisco nos permite descubrir el sentido, la significación de nuestro ser enviados y las condiciones de fecundidad espiritual y apostólica: búsqueda constante de la voluntad salvífica de Dios para todos, empezando por uno mismo como Javier aconseja a los suyos y como Pablo había aconsejado a Timoteo: “… No descuides el don que posees, que se te concedió por indicación de una profecía con la imposición de manos… Preocúpate de ti y de la enseñanza, sé constante; si lo haces te salvarás a ti y a los que te escuchan” (I Tim 4, 6-16), incluso Pablo mismo: “Y todo lo hago por el evangelio, para que la buena noticia me aproveche también a mí” (I Cor 9, 23). Nos invita al seguimiento radical del Verbo encarnado que en todo momento se ha dejado conducir por el Espíritu y se ha ofrecido a sí mismo (Heb 9, 14).

Tenemos necesidad, como enviados, de vivir esa indiferencia ignaciana que es libertad interior para poder ser, en manos del Señor, instrumentos dóciles a pesar de nuestra indignidad. Ahí está el camino de la verdadera fecundidad. Quien de verdad se deja conducir por el Espíritu descubre en las distintas situaciones que Dios le va presentando una exigencia apostólica de entrega y creatividad, una posibilidad de vivir ese “más” apostólico, ignaciano. Fecundidad y libertad interior son inseparables.

La libertad de Francisco de Javier tiene como fundamento una confianza “heroica”: “sé de quien me he fiado” (II Tm 1, 12) y una humildad profunda, convencida, no tiene nada propio que defender ni siquiera sus muchas cualidades humanas regaladas por Dios, ni una bondad propia. “... no tenemos de qué gloriarnos, si no fuere de nuestras maldades, que éstas solo son nuestras obras” (C 116, 486). Profunda lección evangélica, pues nadie puede presentar, exhibir o hacer valer méritos delante de Dios (Lc 18, 9-14). Estamos ante una pobreza asumida y puesta en manos de Dios, “por imitar y parecer más actualmente a Cristo…” (EE167). Por ello es profundamente libre y audaz, con esa libertad, genuinamente evangélica, entendida como amor y entrega de uno mismo que implica y exige la desposesión de sí mismo (Gál 5, 13-14).

Cuando sus ambiciones de gloria mundana desaparecen de su corazón y de su horizonte, Cristo hace nacer en su ya generoso y ardiente corazón deseos a la medida de todo el mundo. Y desde entonces su deseo único será dar a Dios la mayor gloria posible, e ir donde más pueda servir a Jesús. Cuando se guiaba por su ambición era él quien construía sus planes y soñaba su futuro. Cuando se libera de sus propios intereses para no seguir más que los de Jesús (Flp 2, 21) se hace completamente disponible, libre; sus horizontes se vuelven, entonces, ilimitados como el amor de Dios. Como apóstol aprenderá a caminar al estilo de los grandes creyentes, de Abraham que caminaba sin saber a donde iba, fiado de una palabra, sin conocer el punto de llegada. Lo único cierto es que ese camino conduce al corazón de Dios. Nuestras raíces son nuestro destino: el corazón de Dios. El camino, el recorrido, lo hacemos a veces en la niebla, es la dificultad del crecimiento y la necesidad del discernimiento. Caminar hasta morir de amor, de pasión, -no de una pasión inútil, sin futuro y sin fecundidad propia del hombre “carnal”, sin esperanza y miope- sino de una locura de amor.

Lo que vemos en Francisco Javier es una locura de amor, locura que conlleva o se manifiesta en decisiones arriesgadas, “irracionales”, en comportamientos desmedidos, fuera de toda prudencia humana, de todo sentido común. Leyendo sus cartas no es difícil descubrir un comportamiento humanamente temerario, “imprudente”. Sin embargo, este comportamiento brota de una confianza total, absoluta, ciega en Dios, tan ciega que ilumina, que da lucidez: es la lucidez y la libertad del Espíritu. Y en el fondo de esta confianza late siempre una única preocupación: el servicio de Dios, su causa, su Reino y la salvación del alma, más importante que la conservación –siempre pasajera y precaria- de la vida temporal y terrena. “El amor no pasa nunca” (I Cor 13, 8-9.13).

Carlos COLLANTES DÍEZ SX

 

[1] C 109, 461-462.

[2] C 79, 316.

[3] C 50, 181-182. “Dejando en este lugar quien lleve lo comenzado adelante…” C 20, 115. “Yo me parto para allá lo más pronto que pudiere” C 56, 207. “Viendo que no era necesario, ni menos hacía falta… determiné de partir para Macasar” C 55, 196.

[4] C 73, 296.

[5] C 109, 462. “Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que conviene decir” (Lc 12, 11-12). Es la osadía del “instrumento indigno” que se traduce en obediencia a Dios, cuando está en juego su servicio, como ya hemos visto ( Cf. supra 12-13).

[6] C 59, 234-235.

[7] C 55, 205.

[8] C 110, 465-466.

[9] C 116, 485.

[10] C 80, 318.

[11] C 133, 536.

[12] C 90, 373.