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TEOLOGIA Y ESPIRITUALIDAD MISIONERAS

01 May 2019
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La misión ad gentes hoy se realiza en contextos multiculturales, lo cual plantea desafíos nuevos a la reflexión, a las prácticas, a la espiritualidad misionera y también a la animación misionera y vocacional.

La multiculturalidad es una situación sociocultural que nos envuelve, un contexto en cuyo interior se desarrolla la misión ad gentes y nuestra animación misionera. Dentro de este contexto nos preguntamos qué paradigmas teológicos deben servirnos de guía para vivir esta situación como Iglesia misionera. Y vivir significa una determinada práctica misionera, acompañada de una espiritualidad.

EL AMOR DE DIOS ES MISIONERO

El descubrimiento más significativo y fecundo en el siglo pasado en el ámbito de la teología de la misión tiene que ver con el origen mismo de la misión –la llamada Missio Dei–, que nos permite comprender la misión como un proceso dinámico del mismo Dios, proceso en el que nosotros como Iglesia peregrina estamos invitados a insertarnos y a participar. La Missio Dei tiene su raíz y fundamento en el amor oblativo de Dios. El amor de Dios es misionero, o mejor todavía, es misión. Por eso la misión es, en su raíz, un volcarse de Dios hacia el mundo.

El misterio o paradigma trinitario, es decir la unidad y la armonía en la diversidad, se convierte en fuente de inspiración y de motivación, en fundamento de una Iglesia que vive en su seno de manera positiva y creativa el fenómeno de la diversidad cultural. La teología de la Missio Dei implica un convencimiento y una actitud de permanente apertura hacia quien es diferente.

Es fecunda e inspiradora la visión del Dios–Trinidad como interacción y diálogo, comunión y comunicación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Una comunicación o diálogo interior que engloba a la historia humana y a la entera creación. Por eso la misión puede ser concebida y vivida como el permanente diálogo del Dios–Trinidad con el mundo y con la humanidad; un diálogo que invita y conduce a la humanidad a la total comunión con el Dios trinitario y en el que la Iglesia se inserta entendiéndose y viviéndose al servicio de este diálogo–comunión–amor.

Si la misión no es, en un primer momento, una obra de la Iglesia, sino el desbordamiento del diálogo y de la comunión trinitaria sobre la historia humana y sobre la entera creación y a cuyo servicio la Iglesia se sitúa y entiende, esta inversión está cargada de notables consecuencias.

El origen de la misión ya no está en la Iglesia misma ya que ella es reenviada por Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II que en Ad Gentes 2 [Cf. también LumenGentium 2–4] relaciona el origen de la misión de la Iglesia con el envío del Hijo y del Espíritu por parte del Padre para realizar su plan de salvación.

Desde el principio de su pontificado, el Papa Francisco no cesa de recordarnos que la fuente del gozo del evangelio y que la novedad de toda evangelización consiste en esto: que Dios nos ha amado el primero, a nosotros y a toda la creación.

EL ESPÍRITU, PROTAGONISTA DE LA MISIÓN

El fundamento de toda salida, de todo movimiento extático es el amor y su fin es la comunión. Y el Espíritu es fuente de amor y guía hacia la comunión. Sin duda es inspirador el paradigma de Pentecostés como símbolo, recordatorio e interpelación permanente de un lenguaje común respetuoso de la pluralidad; en él se conjugan dos realidades: lo común que sería la fe y lo diverso que sería la cultura, la lengua, las identidades culturales, las diferentes expresiones de esa única y común fe.

El Espíritu es fuente y posibilidad de una nueva convivencia social, de nuevas relaciones humanas: de respeto y acogida que hacen saltar por los aires las relaciones de fuerza, los intereses, prejuicios, miedos. El Espíritu nos invita a desarmarnos y actúa como la fuerza de una fraternidad nueva, de otros vínculos nuevos y renovados, haciendo saltar los cerrojos, las ataduras de situaciones inhumanas contrarias a la dignidad de la condición humana.

El Espíritu se manifiesta como fuerza que invita a ir siempre más allá, a superar barreras y fronteras, también como capacidad de búsqueda, de escucha y de encuentro, como invitación permanente a abrirse a lo desconocido para crear algo nuevo, como invitación a salir fuera de sí mismo, de las propias certezas o miedos. La sabiduría del Espíritu abre puertas y fronteras y es capaz de crear comunión de iguales, de aceptación y de respeto. El Espíritu sitúa a la Iglesia en permanente actitud de salida hacia las periferias.

El enfoque trinitario de la misión nos permite poner el acento y resaltar la acción y el protagonismo misionero del Espíritu. La Redemptoris missio nos recuerda acertadamente que el Espíritu Santo es el protagonista de la misión de la Iglesia. Y de este protagonismo brota una relación nueva con las culturas y religiones, a causa de la libertad del propio Espíritu para no quedar encerrado dentro de los límites de una sola cultura, de una sola religión, o de una sola Iglesia. Ya que su presencia y actividad afectan a “… la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones… Es también el Espíritu quien esparce las `semillas de la Palabra´ en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo.” [Cf. RM 28]. Afirmaciones cargadas de esperanza y que abren horizontes.

El Espíritu hace a la Iglesia experta en comunicación, capaz de escuchar, de comprender otro lenguaje, capaz de discernimiento para acoger la variedad de palabras humanas reveladoras de la divina. El Espíritu es el lenguaje universal de Dios, universal no significa abstracto, es concreto porque tiene para cada uno una palabra personalizada, una palabra que el mismo Espíritu nos invita a rastrear, para mejor acoger y comprender la acción–presencia de caminos permitiéndonos vivir la comunión en la diversidad.

IGLESIA, SERVIDORA DEL REINO

La Iglesia procede de una misión [la del Padre] y vive para una misión [la del Hijo], acompañada por un dinamismo [el del Espíritu]. La Iglesia está al servicio del Reino, como lo afirma con total nitidez la Redemptoris missio [Cf. 20] y Lumen gentium [Cf. 5]. La comprensión trinitaria de la misión ensancha y profundiza el objetivo y el horizonte de la misma, que no será ya la extensión de la Iglesia visible en los lugares en donde todavía no está presente, sino la realización del plan salvífico de Dios que Jesús llama Reino de Dios y se convierte en su proyecto, en objeto de su predicación y de sus gestos liberadores [Cf. Mc 1,15].

Este plan salvífico o Reino de Dios es universal y abarca a la humanidad entera y a toda la creación. La Iglesia sigue la misión de Jesús que ha venido para anunciar la buena noticia del Reino de Dios, del proyecto del Padre de renovar el mundo con su amor, de hacer un mundo de justicia y paz, de fraternidad y amor. El anuncio de Jesús y del Reino requiere la conversión personal en la fe y la trasformación social. Dado el significado y el contenido del Reino en la predicación y en los gestos salvadores de Jesús, podemos pensar también en la capacidad crítica del Evangelio en cuanto fuerza o dinamismo que empuja a trabajar por la dignidad de todas las personas, particularmente de las más vulnerables y excluidas.

Por eso, creemos que el compromiso en favor de la justicia y la paz, y de la integridad de la creación [JPIC] conserva toda su actualidad y urgencia. Sigue siendo un paradigma válido para la misión hoy, en un mundo que vive tantas fracturas, inequidades y situaciones dramáticas. [Cf. EG 50–60; 177–258]

Del paradigma teológico de la Missio Dei surge una eclesiología con rasgos significativos para la misión: una Iglesia servidora del Reino capaz de instaurar relaciones respetuosas y colaborado ras con culturas y religiones. Y una Iglesia que vive, sobre todo y en primer lugar, la comunión en su seno mediante el intercambio de dones y la cooperación fraterna y respetuosa entre las diferentes iglesias locales.

El misterio de un amor divino sin fronteras y sin condiciones puede y debe inspirar la misión cristiana. Como Iglesia misionera, en permanente salida, está invitada o urgida a presentar y ofrecer –como un testimonio o servicio específico– la imagen de una humanidad reconciliada, la armonía entre la unidad y la diversidad.

Un icono de la nueva comunidad como ensanchamiento y profundización de los vínculos humanos, y como solidaridad que va más allá de la lógica humana natural, espontánea. De esta manera, la Iglesia puede vivir esa definición conciliar de saberse al servicio de la alianza de Dios con toda la humanidad: “… la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano…” [LG 1].

EN CAMINO HACIA LA RECONCILIACIÓN Y LA PLENITUD

Plenitud reconciliadora de Cristo: la utopía de convivencia armoniosa. En los dos himnos cristológicos de Efesios [1, 3–10] y Colosenses [1, 15–20] encontramos dos realidades significativas, complementarias y dinámicas: la reconciliación tan necesaria para nuestra humanidad en nuestro mundo atravesado por conflictos, heridas, injusticias, una reconciliación que pasa por la entrega, por la cruz de Jesucristo; sin una referencia a la cruz la misión no es cristiana.

Y, en segundo lugar, la evocación en ambos himnos de la plenitud, como anhelo y aspiración personal y colectiva, como un sueño, una utopía que incluye la convivencia armoniosa y que pasa por el Crucificado, el único que hace caer los muros que nos separan. La cruz asume y expresa el conflicto y la posibilidad de superarlo.

La diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia porque, como nos recuerda el Papa Francisco, una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo. [Cf. EG 115–118] La encarnación asume toda la riqueza de la condición humana expresada en la pluralidad cultural que refleja y concreta lo humano universal y la búsqueda de orientación y de sentido.

¿QUÉ ESPIRITUALIDAD?

La misión está integrada en el permanente diálogo del Dios trinitario con la humanidad, diálogo que invita a la comunión. Si la misión tiene su origen en Dios mismo, y siendo Dios en su seno diálogo y comunión, tendremos que reconocer que Él ha estado y sigue estando en diálogo con todas las gentes de la tierra desde el principio [Cf. Heb 1,1] y que en las diferentes tradiciones religiosas y culturales podemos encontrar huellas de su presencia, “semillas del Verbo” [AG 11] o “destellos de la verdad” [NÆ 2].

Hay un principio claro que nunca debemos olvidar: “Dios nos precede, siempre llega antes que nosotros, ya está presente” [Cf. Hechos 17]. Y de este principio brotan actitudes fundamentales: la escucha, la humildad y la búsqueda para rastrear los senderos del Espíritu. Y si Dios está, ello significa que está también en la cultura, que puede convertirse en lugar de revelación y de interpelación, lugar donde Dios nos espera. Lo cual nos invita a vivir con actitud de discernimiento para saber leer los signos de los tiempos, ir más allá de la superficie y descubrir las corrientes de fondo que atraviesan una cultura, una sociedad, y aprender, de esta manera, a comprender y gestionar los nuevos contextos, los nuevos escenarios, todo lo cual exige cambios en el modo de ser y estar en la misión.

Participamos en una misión que no es nuestra y que, por ello, debe estar enraizada en el encuentro con el misterio del Dios trinitario, con la acción de Cristo y la del Espíritu Santo que nos preceden en el mundo y con los cuales debemos ponernos permanentemente en sintonía. Esto requiere que la misionera o el misionero sean “contemplativos en la acción” [RM 91], y contemplar significa ver más allá de lo que se ve, observar, escuchar, aprender, discernir, responder, colaborar. La misión es un encuentro con el Dios misionero –en salida permanente– cuyo amor abraza a la humanidad entera. Cuando estamos interiormente convencidos de que nuestra misión es participación en la misión de Dios, entonces nos es más fácil aceptar, y tal vez vivir, que nuestro primer desafío es la contemplación.

Con frecuencia los relatos evangélicos nos muestran a Jesús en oración, en actitud y soledad contemplativas, y de esta soledad habitada por el Espíritu, va a brotar una gran creatividad que le permitirá vivir su misión en fidelidad y docilidad al proyecto del Padre.

“El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios…” [I Cor 2, 10–12], por eso no podemos comprender ni secundar el designio misionero de Dios sin ponernos a la escucha profunda del Espíritu de Dios. Escuchar, buscar, discernir dónde y cómo se hace presente y actúa el Espíritu de Dios, he aquí nuestra primera tarea, o la dimensión más radical, fundamental y primera de nuestra misión. Inmersos en este clima contemplativo podremos acoger y respetar la libertad de Dios, presente y en acción antes de nuestra llegada, y tal vez nos sea más fácil comprender la manera cómo la gente responde al Dios ya presente.

La lógica de la Missio Dei nos ofrece la oportunidad de vivir la misión sin etnocentrismos, abiertos a la pluralidad donde el único y verdadero centro es Dios, nos invita a acoger la riqueza de Dios diseminada en la diversidad religiosa–cultural humana, nos hace disponibles para recibir y no solo dar, para dejarnos enriquecer, y puede favorecer una visión más profunda del mundo actual, una visión abierta a la perspectiva de la alteridad y de la reciprocidad.

La mayor movilidad social hace que nuestras sociedades sean cada vez más multiculturales y plurirreligiosas. Por ello, la visión tradicional y válida de la misión entendida y vivida como ad gentes, necesita –así nos parece– ser enriquecida y completada con la misión entendida y vivida como inter gentes. Esta nueva perspectiva nos ayuda a descubrir que la misión no es de sentido único sino que implica escuchar y hablar, recibir y dar, aprender y compartir, y que el diálogo nos exige ir más allá de las propias fronteras para entrar en el horizonte del otro estableciendo vínculos recíprocos.

El inter gentes nos permite descubrir la necesidad de reciprocidad en la misión, y de esta manera vivir la acogida y hospitalidad recíprocas. La misión inter gentes se refiere a un estilo, un enfoque de vivir el primer anuncio permaneciendo sensibles a los variados y cambiantes contextos claramente marcados por la diversidad cultural y el pluralismo religioso, realidades cada vez más evidentes y omnipresentes. El inter gentes nos invita a adentrarnos, con actitud humilde y contemplativa, en los procesos de multiculturalidad en los que están inmersas nuestras sociedades, nuestras congregaciones, así como las Iglesias locales a cuyo servicio queremos vivir. Inter gentes implica un diálogo permanente entre el Evangelio y nuestros contextos socioculturales marcados por el pluralismo cultural y religioso, lo cual nos permitirá llegar a una mejor comprensión del Evangelio.

La misión significa anunciar y llevar el Evangelio a los otros, pero también dejar que el Evangelio nos lleve a los otros. Es algo que tenemos que hacer, pero antes algo a lo que estamos llamados a convertirnos. Junto con la trampa del activismo hemos podido caer en otra: vivir la misión con el sentimiento típico del quien se cree maestro, con el complejo de salvadores unido a una cierta lógica eficientista, incluso con una actitud de superioridad cultural o religiosa, actitud que de alguna manera significa la negación de la alteridad. Se trata, por el contrario, de asumir la actitud del discípulo –puesto que todos lo somos– que quiere compartir humildemente su fe y la alegría del Evangelio que la acompaña.

Desde una actitud contemplativa y humilde es más fácil comprender y aceptar que el Evangelio es una Palabra que le concierne, en primer lugar, a él, al misionero antes que a sus oyentes, por ello intentará ser un testigo humilde y creíble, un con–discípulo siempre en la escuela de Jesús, antes de sentirse maestro. Desde esta actitud de horizontalidad e igualdad, podrá entrar en diálogo con los demás y enseñar el Evangelio encarnado en su vida para buscar juntos, a la luz del Espíritu Santo, lo que Dios quiere decir a quien propone y a quien recibe el Evangelio del reino. El Espíritu, de hecho, abre los ojos de las personas evangelizadas, pero también de los evangelizadores, entonces la misión es vivida como un intercambio de dones [Cf. LG 13] entre quien anuncia y quien recibe el anuncio evangélico. Por eso, el misionero debe estar preparado para hablar y escuchar, para dar y recibir, para evangelizar y ser evangelizado. Nuestra Iglesia, nuestras comunidades está llamadas a ser signo y profecía de la inclusividad universal del Reino de Dios, testigos de la universalidad y de la apertura, de la justicia, de la fraternidad, de la solidaridad, de los “valores del Reino”, un testimonio particularmente requerido en la era de la globalización, porque ésta, por un lado, tiende a excluir y marginar a los pobres y a los débiles y, por otro, apunta a crear una uniformidad que elimina todas las diferencias. Una Iglesia verdaderamente multicultural tendrá en el corazón la promoción de estos valores, la inclusión de quienes vienen desde fuera y será una imagen de la reunión universal de todas las gentes.