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MISIONEROS PARA UNA MISIÓN MULTICULTURAL

24 May 2019
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“Tú me has traído amigos que no me conocían. Tú me has hecho sitio en casas que me eran extrañas. Tú me has acercado lo distante y me has hermanado con lo desconocido. Mi corazón se me inquieta si tengo que dejar mi albergue acostumbrado. Olvido que lo antiguo está en lo nuevo, que en lo nuevo vives también tú. En el nacimiento y en la muerte, en este mundo o en otro, en cualquier sitio donde tú me lleves, tú eres tú mismo, el único compañero de mi vida infinita, tú que estás atando siempre mi corazón, con lazos de alegría, a lo ignorado. Pero cuando se te conoce, nadie es extranjero, ninguna puerta está cerrada. ¡Señor, concédeme esto que te pido: que yo no pierda nunca la felicidad de encontrar lo único en este juego de lo diverso!” (Rabindranath Tagore, Poema Gitanjali 63)

 INTRODUCIÓN

La pregunta que se me ha planteado y que ha orientado lo que voy a decir ha sido: ¿cómo perfilar y desarrollar una misión desde el paradigma de la multiculturalidad? La misión ad gentes hoy no se puede realizar más que en contextos multiculturales, lo cual plantea desafíos nuevos a la reflexión, a las prácticas y a la espiritualidad de los misioneros.

La multiculturalidad más que paradigma es una situación sociocultural que nos envuelve, un contexto en cuyo interior se desarrolla la misión ad gentes, la misión simplemente. Dentro de este contexto nos preguntamos qué paradigmas teológicos deben servirnos de guía para vivir esta situación como Iglesia misionera. El vivir se refiere a la práctica misionera y a la espiritualidad que la acompaña o debe acompañarla. Es decir, ¿cómo vivir la misión ad gentes en este contexto global marcado por la pluralidad cultural? Habría que precisar que se trata del paradigma de la multiculturalidad global porque sigue habiendo grupos humanos monoculturales en medio de los cuales hay presencia misionera, y no todos los grupos están tocados de la misma manera por el proceso globalizador.

En realidad el evangelio ha vivido frecuentemente en situación de pluralidad cultural. La larga época medieval supuso una fecundación hecha posible gracias al evangelio que fecundó ese encuentro entre culturas diferentes en los diferentes lugares de Europa. Un largo periodo y proceso de fecundación en el que el evangelio desveló o manifestó su potencialidad actuando como levadura. La diferencia, una de ellas, era que el mundo y la visión que tenían era mucho más reducida, la movilidad humana menos intensa y la influencia de las llamadas TIC (tecnologías de la información y de la comunicación) inexistente. Incluso en la época anterior, el encuentro entre el evangelio y el helenismo y el mundo romano existió esa gran interacción y fecundidad. Me ha parecido oportuno referirme en esta introducción a la tesis de Eric Robertson DODDS en su célebre libro: “Paganos y cristianos en una época de angustia”. Se refiere el autor a ese momento histórico prolongado que hoy llamaríamos cambio epocal en el que el hombre se vio sumergido en un clima de inseguridad y angustia, de incertidumbre, y en ese contexto histórico la fe cristiana se abrió camino por su capacidad de sembrar en el tejido social esperanza y solidaridad, capacidad válida para todos los tiempos, sobre todo para tiempos como los nuestros, también de fuertes cambios e incertidumbres.

Sabemos que con el pretexto de la globalización se está imponiendo una falsa universalidad que no es otra que la uniformidad del poder financiero mediático. Y desde este intento uniformizador podemos entender ciertas reacciones de defensa de lo propio y de lo local. Que no son otra cosa que el derecho a tener una propia identidad, a mantener vínculos de pertenencia y de referencia, a seguir cultivando o enriqueciendo las propias raíces.

“La globalización es un fenómeno extremadamente ambivalente, que provoca violencia a gran parte de la población mundial, especialmente a los pobres. Al mismo tiempo que hace posibles nuevas comunicaciones e incluso relaciones, impide que un gran número de personas pueda mejorar sus condiciones de vida… La globalización actual tiene dos características significativas para nosotros: su poder de homogeneización, por el que pone en conexión a todo el mundo y comunica el mismo mensaje utilizando una misma red, y su poder de fragmentación que, en las instancias locales, desorganiza los arreglos sociales enfatizando el sentido de lo particular y lo local. ¿Cómo se relaciona este aspecto de la globalización con la misión ad gentes?”[1]

Tenemos suficientes y válidos paradigmas teológicos para orientarnos en este momento histórico y en el contexto actual. Un desafío de otro calado será el cómo vivirlos o concretarlos en este contexto multicultural global.

1.- ¿QUÉ PARADIGMAS TEOLÓGICOS EN ESTE CONTEXTO MULTICULTURAL?

  1. 1 La Missio Dei, el descubrimiento más significativo y fecundo.

El descubrimiento más significativo y fecundo en el siglo pasado en el ámbito de la teología de la misión tiene que ver con el origen mismo de la misión, -la llamada Missio Dei-, que nos permite comprender la misión como un proceso dinámico del mismo Dios, proceso en el que nosotros como Iglesia peregrina estamos invitados a insertarnos y a participar. La Missio Dei tiene su raíz y fundamento en el amor oblativo de Dios. El amor de Dios es misionero, o mejor todavía, es misión. Por eso la misión es, en su raíz, un volcarse de Dios hacia el mundo.

“La misión nace en el corazón de Dios. Dios es una fuente de amor que envía. Este es el sentido más profundo de la misión. Es imposible penetrar más allá; existe la misión sencillamente porque Dios ama a las personas”.[2]

En este sentido y en relación con nuestra problemática, el misterio o paradigma trinitario, es decir la unidad y la armonía en la diversidad se convierte en fuente de inspiración y de motivación, en fundamento de una Iglesia que vive en su seno de manera positiva y creativa el fenómeno de la diversidad cultural. La teología de la Missio Dei implica un convencimiento y una actitud de permanente apertura hacia quien es diferente. La comprensión trinitaria de la misión implica la apertura a la diversidad de expresiones teológicas (EG 40)

Nos interesa porque es fecunda e inspiradora la visión del Dios-Trinidad como interacción y diálogo, comunión y comunicación entre el Pa­dre, el Hijo y el Espíritu Santo. Una comunicación o diá­logo interior que engloba a la historia humana y a la entera creación. Por eso la misión puede ser concebida y vivida como el permanente diálogo del Dios-Trinidad con el mundo y con la humanidad, un diálogo que invita y conduce a la humanidad a la to­tal comunión con el Dios trinitario y en el que la Iglesia se inserta entendiéndose y viviéndose al servicio de este diálogo-comunión-amor.

“… en primer lugar, la unidad en la diversidad de la Trinidad será clave para una teología del pluralismo religioso y cultural que marca el pensamiento y la civilización posmodernas. Y además, la existencia trinitaria ofrece un fuerte fundamento teológico para la misión como proceso dialogal del dar y recibir, del proclamar y aprender, de la denuncia profética y de la apertura personal a la crítica”[3]

Siempre nos ha acechado la tentación de colocarnos en el centro como protagonistas, o peor todavía como propietarios, intentando reducir la misión a algo nuestro, algo de la Iglesia, con las mejores intenciones. A pesar de ello, a la luz del misterio trinitario se refuerzan y enriquecen identidad-comunión-misión.

Si la misión no es en un primer momento una obra de la Iglesia, sino el desbordamiento del diálogo y de la comunión trinitaria sobre la historia humana y sobre la entera creación y a cuyo servicio la Iglesia se sitúa y entiende, esta inversión está cargada con notables consecuencias.[4]

Desde el principio de su pontificado el Papa Francisco no cesa de recordarnos que la fuente del gozo del evangelio y que la novedad de la nueva evangelización consiste en esto: que Dios nos ha amado el primero, a nosotros y a toda la creación.

  1. 2 El paradigma inspirador de Pentecostés, símbolo, recordatorio e interpelación permanente de un lenguaje común respetuoso de la pluralidad.

El fundamento de toda salida, de todo movimiento extático es el amor y su fin es la comunión. Y el Espíritu es fuente de amor y guía hacia la comunión. Sin duda es inspirador el paradigma de Pentecostés como símbolo, recordatorio e interpelación permanente de un lenguaje común respetuoso de la pluralidad, en él se conjugan dos realidades: lo común que sería la fe y lo diverso que sería la cultura, la lengua, las identidades culturales, las diferentes expresiones de esa única y común fe.

“Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu… y hemos bebido de un solo Espíritu” (I Corintios 12, 13. Gálatas 3, 27-27). El Espíritu es fuente y posibilidad de una nueva convivencia social, de nuevas relaciones humanas: de respeto y acogida que hacen saltar por los aires las relaciones de fuerza, los intereses, prejuicios, miedos. El Espíritu nos invita a desarmarnos y actúa como la fuerza de una fraternidad nueva, de otros vínculos nuevos y renovados, haciendo saltar los cerrojos, las ataduras de situaciones inhumanas contrarias a la dignidad de la condición humana.

El Espíritu se manifiesta como fuerza que invita a ir siempre más allá, a superar barreras y fronteras, también como capacidad de búsqueda, de escucha y de encuentro, como invitación permanente a abrirse a lo desconocido para crear algo nuevo, como invitación a salir fuera de sí mismo, de las propias certezas o miedos. La sabiduría del Espíritu abre puertas y fronteras y es capaz de crear comunión de iguales, de aceptación y de respeto, por ello es una sabiduría intercultural porque nos ayuda a descubrir y acoger que la comunión no es uniformidad.

El enfoque trinitario de la misión nos permite poner el acento y resaltar la acción y el protagonismo misionero del Espíritu. “Propongo que la Iglesia vivirá su misión dignamente sólo en la medida que se alíe a sí misma con la fuerza del Espíritu y se deje transformar por ese mismo poder. Si el Espíritu es lo primero que Dios envía y es enviado, la actividad del Espíritu se convierte en el fundamento de la propia naturaleza misionera de la Iglesia. Si la Iglesia quiere vivir lo que ella es, debe, por tanto, en primer lugar dirigir la mirada a la actividad del Espíritu. Su tarea es doble, como la de Jesús, seguir la guía del Espíritu y ser el rostro concreto del Espíritu en el mundo.”[5]

La Redemptoris missio nos recuerda acertadamente que el Espíritu Santo es el protagonista de la misión de la Iglesia. Y de este protagonismo brota una relación nueva con las culturas y religiones, a causa de la libertad del propio Espíritu para no quedar encerrado dentro de los límites de una sola cultura, de una sola religión, o de una sola Iglesia. Ya que su presencia y actividad afectan a “… la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones… Es también el Espíritu quien esparce las `semillas de la Palabra´ en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo.” (cf RM n. 28). Afirmaciones cargadas de esperanza y que abren horizontes.

El Espíritu hace a la Iglesia experta en comunicación, capaz de escuchar, de comprender otro lenguaje, capaz de discernimiento para acoger la variedad de palabras humanas reveladoras de la divina. El Espíritu es el lenguaje universal de Dios, universal no significa abstracto, es concreto porque tiene para cada uno una palabra personalizada, una palabra que el mismo Espíritu nos invita a rastrear, para mejor acoger y comprender la acción-presencia de Dios. Nos hace a Dios más comprensible, nos familiariza con sus caminos permitiéndonos vivir la comunión en la diversidad.

  1. 3 La comprensión trinitaria de la misión ensancha y profundiza el objetivo y el horizonte de la misión: el Reino.

La Iglesia procede de una misión (la del Padre) y vive para una misión (la del Hijo) acompañada por un dinamismo (el del Espíritu). Y dado que la Iglesia está al servicio del Reino, como lo afirma con total nitidez la Redemptoris missio (20) y Lumen gentium (5) me parece conveniente aludir a la categoría o paradigma del Reino. La comprensión trinitaria de la misión ensancha y profundiza el objetivo y el horizonte de la misma que no será ya la extensión de la Iglesia visible en los lugares en don­de todavía no está presente, sino la realización del plan salvífico de Dios que Jesús llama Reino de Dios y se convierte en su proyecto, en objeto de su predicación y de sus gestos liberadores (Mc 1,15).

Este plan salvífico o Reino de Dios es universal y abarca a la humanidad entera y a toda la creación. La Iglesia sigue la misión de Jesús que ha venido para anunciar la buena noticia del Reino de Dios, del proyecto del Padre de renovar el mundo con su amor, de hacer un mundo de justicia, de paz, de amor, de fraternidad. El anuncio de Jesús y del Reino requiere la conversión personal en la fe y la trasformación social. Dado el significado y el contenido del Reino en la predicación y en los gestos salvadores de Jesús, podemos pensar también en la capacidad crítica del evangelio en cuanto fuerza o dinamismo que empuja a trabajar por la dignidad de las personas.

Es decir, del paradigma teológico de la Misio Dei surge una eclesiología con rasgos significativos para la misión: una Iglesia servidora del Reino capaz de instaurar relaciones respetuosas y colaboradoras con culturas y religiones.

El misterio de un amor divino sin fronteras y sin condiciones puede y debe inspirar la misión cristiana. Como Iglesia misionera, en permanente salida, está invitada o urgida a presentar y ofrecer -como un testimonio o servicio específico- la imagen de una humanidad reconciliada, la armonía entre la unidad y la diversidad. Un icono de la nueva comunidad como ensanchamiento y profundización de los vínculos humanos, y como solidaridad que va más allá de la lógica humana natural, espontánea. De esta manera, la Iglesia puede vivir esa definición conciliar de saberse al servicio de la unidad, al servicio de la alianza de Dios con toda la humanidad: “… la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano…” (LG 1).

  1. 4. Plenitud reconciliadora de Cristo: la utopía de convivencia armoniosa.

Quisiera simplemente referirme de manera sintética a los dos himnos cristológicos de Efesios (1, 3-10) y Colosenses (1, 15-20) en los que encontramos dos realidades significativas, complementarias y dinámicas: la reconciliación tan necesaria para nuestra humanidad en nuestro mundo atravesado por conflictos, heridas, injusticias, una reconciliación que pasa por la entrega, por la cruz de Jesucristo; sin una referencia a la cruz la misión no es cristiana. Y, en segundo lugar, la evocación en ambos himnos de la plenitud, como anhelo y aspiración personal y colectiva, como un sueño, una utopía que incluye la convivencia armoniosa y que pasa por el crucificado, el único que hace caer los muros que nos separan. La cruz asume y expresa el conflicto y la posibilidad de superarlo.

  1. 5. La pluralidad cultural: riqueza y valor de las culturas.

Finalmente y para terminar este punto, me refiero a un elemento no estrictamente teológico pero relacionado con nuestro tema. Se trata del reconocimiento explícito por parte de la Iglesia del valor de las culturas y de la pluralidad cultural como una riqueza. Reconocimiento explícito por parte del Concilio Vaticano II (GS 53-56. AG 22) Y en la misma línea se expresó Pablo VI en EN 20, como invitación e interpelación a superar todo etnocentrismo consciente o larvado.

La diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia, porque como nos recuerda el Papa Francisco, una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo. (EG  115-118). La encarnación asume toda la riqueza de la condición humana expresada en la pluralidad cultural que encarna lo humano universal y la búsqueda de orientación y de sentido. 

2.- ¿QUÉ PRÁCTICAS MISIONERAS?

R. Schreiter, en el artículo ya citado, refiriéndose al proceso globalizador señala dos características significativas que es necesario tener en cuenta en nuestra tarea ya que tienen una estrecha relación con nuestro tema: el poder de homogeneización y el de fragmentación, y plantea una pregunta: ¿Cómo se relaciona este aspecto de la globalización con la misión ad gentes? Para añadir a continuación: “La globalización también fragmenta al mundo. En este sentido me parece que la misión ad gentes está llamada a resolver las consecuencias de dicha fragmentación, para que las personas reconstruyan, recreen una nueva identidad que les ayude a resistir a los abusos de la globalización, para que los refugiados y desplazados reconstruyan sus vidas y puedan curar las heridas producidas a la memoria. El trabajo de la misión, pues, es un trabajo de reconciliación, es decir, devolver la dignidad humana y curar a una sociedad destruida. La labor misionera consiste en decir la verdad, buscar la justicia y crear una nueva visión moral. De hecho, creo que la reconciliación puede ser una perfecta metáfora para la misión a medida que nos acercamos al siglo XXI. En un mundo caracterizado por una mayor interconexión y fragmentación, debemos desplegar nuestras capacidades de “derribar los muros de hostilidad que nos separan,” como leemos en la Carta a los Efesios (2:14)”.[6]

Desde entonces el proceso globalizador ha ido radicalizándose, con todas sus ambigüedades y consecuencias. Todo ha ido volviéndose más pluricultural, la Iglesia y la sociedad global. La movilidad es más intensa, más dramática, más numerosa,  y las tecnologías de la comunicación más rápidas, universales, inmediatas. Todos estos fenómenos son signos de los tiempos que nos interpelan.

  1. 1. El rostro plural de las congregaciones misioneras en la misión, como don del Espíritu.

Las Congregaciones misioneras y las grandes congregaciones históricas, siempre abiertas a la misión y protagonistas de ella, fueron las primeras en presentar ese rostro plural en la evangelización-misión, al menos en su composición interna. El rostro comunitario de muchas de nuestras comunidades religiosas-misioneras es desde hace tiempo multicultural. En sí este rostro puede ser entendido y vivido como una expresión de fecundidad de la propia familia religiosa-misionera, fecundidad que es un don-regalo del Espíritu, expresión de la vitalidad de la acción del Espíritu que suscita vocaciones, una fecundidad histórica, cambiante o dinámica y contextual, (me refiero a que hoy día las vocaciones surgen en las iglesias del Sur). Con esto quiero decir que la misma composición de nuestras comunidades nos dispone o debería capacitarnos para vivir la misión desde una lógica de pluralidad cultural.

  1. 2. Las congregaciones reli­giosas misioneras, testimonio de la unidad y diversidad de la Iglesia al servicio del Reino de Dios. Una experiencia comunitaria de vida.

Me refiero muy brevemente a mi propia experiencia inicial en un barrio-parroquia de la periferia de Yaundé (Camerún). La composición de la comunidad apostólica-formativa: 5 religiosos (dos sacerdotes y 3 estudiantes de teología),  de 2 continentes (África y Europa), al año siguiente se añadirían otros 3 estudiantes de teología y un continente más (América latina). Una composición que visibiliza una fraternidad evangélica que en si misma evangeliza. Quisimos que las religiosas que vinieran al barrio fueran también una comunidad multicultural, de hecho el primer grupo que llegó eran también de 3 continentes (Europa, África, Asia), con esta exigencia quisimos expresar y visibilizar una convicción: el anuncio del evangelio es responsabilidad de todos, no solo de los europeos.

El momento histórico de nuestra llegada al barrio (1986) hay que situarlo en un contexto global más amplio: lo que sucedía en África del Sur, -el ya desaparecido sistema del apartheid- sentido y vivido en todo el Continente como una herida abierta, una humillación,  una colosal injusticia. Nuestra comunidad, en ese momento significó, de manera sencilla y en nuestro entorno cercano, una superación simbólica en el nombre del evangelio de dicho sistema injusto e inhumano ya que convivíamos de manera fraterna europeos y africanos. Así lo leímos nosotros mismos en aquel momento.

Vivimos permanentemente un doble desafío de la pluralidad: hacia adentro (vida comunitaria) y hacia afuera (misión). Siempre surgen o existen diferentes sensibilidades no simplemente personales, sino culturales en cuestiones delicadas: cómo vivir la acogida, la inserción en el barrio, la pobreza, el servicio que relativiza la idea y práctica de la autoridad tradicional, la idea de dignidad vinculada a la autoridad: ¿cercanía o distancia? Y descubres el potencial crítico y profético del evangelio que a todos nos invita a la conversión.

Vivíamos dentro de una Iglesia local a quien corresponde el protagonismo en cuanto a las orientaciones pastorales-misioneras. Una iglesia local, multicultural en cierta manera, con diferentes grupos sociales-culturales en su seno, aunque todos ellos con un fondo cultural común. Si nuestra comunidad era multicultural, el barrio y la comunidad cristiana también debido a los flujos migratorios internos, distintas etnias convivían en el barrio y en la parroquia con todo lo que eso significa como desafío, como posibilidad de conflictos, como invitación permanente a superar prejuicios y estereotipos, como riqueza posible. Nuestra comunidad era en sí misma un anuncio de fraternidad.

Generalizando, debido a nuestra internacio­nalidad, las congregaciones reli­giosas misioneras podemos ofrecer un precioso testimonio de la unidad y diversidad de la Iglesia y del Reino de Dios. Un testimo­nio más necesa­rio si cabe hoy, en el contexto de un mun­do globalizado donde vemos tantas divisiones, conflictos de distintas características, con sus secuelas de heridas. Gracias a esta internacionalidad, las con­gregaciones religiosas, e igualmente las comunidades cristianas culturalmente plurales, podemos ser una fuente de esperanza para un mundo que a menudo está desga­rrado por malentendidos cultura­les y violencia, a veces étnica, pero con frecuencia causada por injusticias económicas y luchas de poder.

  1. 3. Vivir y convivir en paz: ser un signo profético

En las comunidades internacionales, el desafío de llegar a vivir relaciones significativas que impliquen comunicación, encuentro, comprensión, complementariedad, es permanente. Nuestras comunidades tendrían que ser un signo profético, es decir, mostrar que es posible vivir y convivir en paz -no sin conflictos, pero en paz-, y ser lugares o referencias de sanación y acogida frente a las heridas dejadas por la movilidad forzada consecuencia de guerras, de injusticias, del hambre; o por un proceso globalizador que fractura y rompe vínculos y sentidos de pertenencia, que genera incertidumbres y miedos. Una profecía que vaya en la dirección de la acogida y hospitalidad, de la diversidad asumida y enriquecedora.

La Iglesia en sus comunidades, cada vez más multiculturales, puede convertirse en un hogar cálido y acogedor donde poder rehacer la propia identidad, maltrecha a veces; un hogar que permita curar las heridas, dejadas por la fragmentación producida por el fenómeno de la globalización también en su vertiente económico-financiera con sus secuelas o consecuencias de profundas injusticias y desigualdades. Un hogar donde poder vivir la solidaridad y la fraternidad (NMI 43).

El individualismo tiene raíces o motivaciones diferentes, de tipo filosófico-cultural en Occidente, y de tipo práctico en otros contextos, donde la lucha por la vida, por mejorar las condiciones de vida afecta a la solidaridad tradicional, a los vínculos y a la cohesión social. Frente a este individualismo surge la necesidad de rehacer y recrear los vínculos en nuestras sociedades y, en este sentido, las comunidades cristianas tienen un potencial inestimable. La pretensión de universalidad del cristianismo radica en la encarnación misma de Jesús ya que ha asumido todo lo humano, y por su encarnación valora lo humano concreto e invita al mismo tiempo a valorar y abrirse a lo universal, a lo humano común. Me parecen evidentes las virtualidades del cristianismo para crear y recrear relaciones interculturales a nivel interpersonal y a nivel social, dado su sentido de fraternidad, vinculado a una fe que relativiza cualquier pertenencia étnica (cultural) al tiempo que la valora o valoriza.

  1. 4. Identidad en tiempos de incertidumbre. Lugares y momentos de referencia. Experiencia vivida

La cultura responde a la necesidad de identidad al tiempo que confiere identidad. Y en un mundo o en un  contexto socio-cultural en profunda y acelerada mutación es más necesario que nunca responder a esta necesidad que incluye la necesidad de pertenencia y de referencias.  En momentos de incertidumbre la búsqueda identitaria puede orientarse a la construcción de identidades reactivas. Cuando todo se vuelve oscuro, nebuloso, la gente busca refugios o nichos identitarios para sobrevivir y defenderse de la ansiedad generada por la incertidumbre. Añadamos la situación de crisis económica, la precariedad en la que viven tantos hermanos, emigrantes y/o refugiados.

Narro brevemente otra experiencia vivida en la provincia eclesiástica de Madrid que comprende tres diócesis (Madrid, Alcalá y Getafe). Me refiero al ministerio con los emigrantes, en concreto con algunos grupos de africanos subsaharianos. Un ministerio sencillo de acompañamiento vivido al interior de comunidades cristianas (parroquias) y que pude compartir con otro misionero.[7]

Viviendo este ministerio ha sido importante para nosotros trabajar a favor del reconocimiento social del emigrante, reconocimiento de su condición humana, sin reducir el emigrante a mano de obra necesaria para nuestro bienestar o para que siga funcionando el sistema. Son personas con una cultura, una forma de ver la vida que incluye valores, lengua, creencias, costumbres, y tienen derecho a su identidad cultural.

Por eso, hemos querido ofrecer lugares y momentos de referencia para mantener y recrear vínculos, para poder recrear la propia identidad, mantener y enriquecer sus raíces, la memoria de quienes son; recrear o mantener vínculos en un mundo culturalmente extraño o muy diferente; y de esta manera las comunidades cristianas -ya que nuestro ministerio era vivido al interior de las parroquias- pueden convertirse en lugares de esperanza frente a sentimientos de incertidumbre o de desamparo. Es fundamental ofrecer lugares de referencia, sin que se conviertan en guetos.

Un desafío importante para los inmigrantes es mantener una fe viva en un ambiente cultural extraño, y tienen derecho a expresar la fe recurriendo a su propio patrimonio cultural. Una de nuestras tareas o preocupaciones ha sido ayudarles a leer la fe desde la nueva situación, así como ofrecer un papel integrador para atender a quienes tienen problemas de lengua o cultura.

Hemos intentamos hacer de “mediadores” con algunos agentes de la Iglesia local. Dado nuestro conocimiento del trasfondo cultural común a diversas tradiciones africanas, estamos equipados para comprender ciertas situaciones, lo que nos permite sintonizar y vivir de forma más inmediata una cierta cercanía, o acercarnos a nuestros hermanos africanos y ser acogidos por ellos con una mayor confianza, sentimos que ante nosotros ciertas barreras caen al sentirse comprendidos. Por ello, hemos intentado ser una presencia amiga, fraterna, creyente y vivir un acompañamiento humano y cristiano. A veces lo que hemos querido ha sido simplemente dar la voz de alarma ante la novedad de una situación que en muy pocos años ha cambiado y cambiará todavía más, y que nos exige y exigirá lucidez pastoral-misionera.

  1. 5. Trabajar en la formación de comunidades cristianas de rostro multicultural

Trabajar en la formación de comunidades cristianas de rostro multicultural supone o exige que nuestra Iglesia sea realmente un hogar cálido y acogedor para gentes de diferentes orígenes, proveniencias y culturas[8]. Una Iglesia de rostro multicultural no se limita solo a abrir las puertas a los bautizados de otras culturas, sino que quiere ir más allá de la tolerancia y vivir una acogida cordial y convencida. Ello significa que sea una Iglesia que reconoce y favorece las otras culturas, es decir, que permite a los migrantes o extranjeros que llegan visibilizar sus propias culturas en el seno de la comunidad cristiana y no únicamente en la liturgia. Una Iglesia que respeta las diferencias culturales, sin limitarse a soportarlas o vivirlas como algo folklórico, menos aún a intentar nivelarlas incluyéndolas en la cultura dominante. Una Iglesia que promueve y favorece una interacción saludable entre las culturas, o sea que intenta crear un clima de confianza, de escucha, de empatía en el cual cada cultura pueda expresarse y ser enriquecida y transformada por las otras. Si estos elementos o actitudes están presentes, quienes vienen de otros horizontes culturales podrán vivir una pertenencia cordial y activa dentro de la comunidad cristiana y habrá una verdadera comunión eclesial, reflejo de la comunión trinitaria donde la unidad está hecha de respeto y acogida de la diversidad.

Una comunidad cristiana de estas características se compromete a tender puentes y a abrir caminos de diálogo y de inclusión. Es imaginable que puedan surgir malentendidos, conflictos porque somos humanos y existen los prejuicios y la ignorancia, pero la comunidad se implica en la superación de dificultades y conflictos de manera fraterna, viviendo actitudes de confianza, apertura, respeto para poder ser anticipación, imagen y estímulo de un mundo reconciliado.

La Iglesia misionera, fiel al envío de Jesús, sintiéndose en salida y decidida a ser signo de reconciliación y de unidad, no se limita a cuidar solo de quienes pertenecen a la comunidad, sino que abre el diálogo intercultural y pone sus recursos humanos a disposición de todos aquellos que están en su territorio, sin tener en cuenta su pertenencia religiosa. Una comunidad capaz de llegar a tantas personas o hermanos desorientados que llegan a nuestras ciudades como migrantes o refugiados, familias enteras a veces. Y no vivirá esta misión o salida con espíritu o interés proselitista, sino de manera gratuita, a la manera de Dios Padre. La Iglesia se hace, de esta manera, instrumento de diálogo intercultural en la sociedad, reconociendo y valorando la pluralidad cultural, respetando las diferencias culturales y favoreciendo una saludable interacción entre las culturas.

3.- ¿QUÉ ESPIRITUALIDAD?

La misión está integrada en el permanente diálogo del Dios trinitario con la humanidad, diálogo que invita a la comunión. Si la misión tiene su origen en Dios mismo, y siendo Dios en su seno diálogo y comunión, tendremos que reconocer que El ha estado y sigue estando en diálogo con todas las gentes de la tierra desde el principio (Heb 1,1) y que en las diferentes tradiciones religiosas y culturales podemos encontrar huellas de su presencia, “semillas del Verbo” (AG 11) o “destellos de la verdad” (NÆ 2).

“El diálogo es, ante todo, un estilo de acción, una actitud y un espíritu que guía la conducta. Implica la atención, respeto y cuidado hacia el otro, reconociéndole el espacio para su identidad personal, sus expresiones, sus valores. Este diálogo es la norma y el estilo necesario de toda misión cristiana y de cada una de sus partes, sea la simple presencia, el testimonio, o del servicio, o del mismo anuncio directo. Una misión que no estuviera animada por el espíritu dialógico iría en contra de las exigencias de la verdadera humanidad y en contra de las indicaciones del Evangelio”. (Diálogo y Misión 29. 1984). El diálogo implica reconocimiento del otro en su identidad y diversidad, respeto, valorización, sea este hermano de comunidad o destinatario del anuncio del evangelio.

Hay un principio claro que nunca debemos olvidar: “Dios nos precede, siempre llega antes que nosotros, ya está presente” (Hechos 17). Y de este principio dimanan actitudes fundamentales: la escucha, la humildad y la búsqueda para rastrear los senderos del Espíritu. Y si Dios está, ello significa que está también en la cultura, que puede convertirse en lugar de revelación y de interpelación, lugar donde Dios nos espera. Lo cual nos invita a vivir con actitud de discernimiento para saber leer los signos de los tiempos, ir más allá de la superficie y descubrir las corrientes de fondo que atraviesan una cultura, una sociedad, aprender a comprender y gestionar los nuevos contextos, los nuevos escenarios, todo lo cual exige cambios en el modo de ser y estar en la misión.

  1. 1.- La actitud contemplativa frente al activismo.[9]

Si Dios está ya presente la primera actitud requerida para acoger su presencia será la contemplación. En el pasado y todavía hoy hemos vivido la misión ad gentes con una marcada tendencia al hacer (relacionada, tal vez y en parte, con la lógica de exportar la fe y “conquistar” para la Iglesia a los pueblos no cristianos), y esta tendencia nos lleva fácil y frecuentemente al activismo, y a formas de protagonismo. Generalizando o simplificando, el misionero tradicional actuaba como si la misión dependiera de sus esfuerzos más que de la gracia de Dios. El activismo para el misionero es un riesgo siempre real que indica su pertenencia al mundo occidental en el cual se privilegia la eficacia y la eficiencia, descuidando la calidad de las relaciones tan importantes en otros contextos culturales; y de esta manera el mismo testimonio comunitario puede verse afectado.

Participamos en una misión que no es nuestra y que, por ello, debe estar arraigada en el encuentro con el misterio del Dios trinitario, con la acción de Cristo y la del Espíritu Santo que nos preceden en el mundo y con los cuales debemos ponernos permanentemente en sintonía. Esto requiere que el misionero sea un “contemplativo en la acción” (RMi 91), y contemplar significa ver más allá de lo que se ve, observar, escuchar, aprender, discernir, responder, colaborar. La misión es un encuentro con el Dios misionero -en salida permanente- cuyo amor abraza a la humanidad entera. Cuando estamos interiormente convencidos de que nuestra misión es participación en la misión de Dios, entonces nos es más fácil aceptar, y tal vez vivir, que nuestro primer desafío es la contemplación.

El estilo misionero debería caracterizarse, no por una actividad frenética, sino por una presencia contemplativa en medio del pueblo de Dios. Lo cual da un ritmo distinto a la presencia y a la acción del misionero que intentará, en consecuencia, hablar del misterio de Dios no con sus categorías occidentales, sino adentrándose él mismo y con el pueblo al que ha sido enviado en el misterio de Dios para expresarlo con palabras, signos y símbolos que les sean familiares en un diálogo respetuoso y un testimonio claro, en cuanto sea posible, de vida cristiana, de oración, servicio y caridad.

La contemplación no es lo opuesto a la misión, sino una dimensión constitutiva de la misma que nos ayuda a mirar el mundo con los ojos de Dios y a leer en la historia su presencia y su acción. La actitud contemplativa nos permitirá descubrir el Reino ya presente en los gérmenes de bien que están en todas las culturas y en cada persona e intuir y seguir los caminos para que estos gérmenes lleven a la maduración en Cristo, sin agobiarse si no llega a introducirlos en la Iglesia. 

Con frecuencia los relatos evangélicos nos muestran a Jesús en oración, en actitud y soledad contemplativas, y de esta soledad habitada por el Espíritu, va a brotar una gran creatividad que le permitirá vivir su misión en fidelidad y docilidad al proyecto del Padre. “El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios…” (I Cor 2, 10-12), por eso no podemos comprender -y secundar- el designio misionero de Dios sin ponernos a la escucha profunda del Espíritu de Dios. Escuchar, buscar, discernir dónde y cómo se hace presente y actúa el Espíritu de Dios, he aquí nuestra primera tarea, o la dimensión más radical, fundamental y primera de nuestra misión. Inmersos en este clima contemplativo podremos acoger y respetar la libertad de Dios, presente y en acción antes de nuestra llegada, y tal vez nos sea más fácil comprender la manera cómo la gente responde al Dios ya presente.

Si esto no es así, nuestras tareas pueden ser éticamente eficaces, pero nosotros poco fecundos, pensando con lógica evangélica. Cuando el misionero deja de ser un hombre de Dios, contemplativo en la acción y se convierte en activista de derechos humanos, activista de nobles valores culturales, entonces es eficaz, pero, ¿es fecundo? Y aunque bien es verdad que la esperanza cristiana debe de buscar la eficacia histórica transformadora, no basta con limitarse a ser un apasionado de la justicia a nivel horizontal de pura eficacia histórica. 

  1. 2.- Un segundo rasgo o actitud espiritual es la humildad.

Toda salida o movimiento misionero debe ser vivido con la certeza de estar precedido por la misión del Espíritu que abre caminos de entendimiento y de encuentro sea en la interioridad de cada persona, sea en las culturas, en las tradiciones religiosas, realidades reconocidas y acogidas con vistas a un anuncio evangélico fecundo, capaz de suscitar una libre adhesión de fe.

La lógica de la Missio Dei nos ofrece la oportunidad de vivir la misión sin etnocentrismos, abiertos a la pluralidad donde el único y verdadero centro es Dios, nos invita o predispone a acoger la riqueza de Dios diseminada en la diversidad religiosa-cultural humana, nos hace disponibles para recibir y no solo dar, para dejarnos enriquecer. La interculturalidad implica una espiritualidad encarnada, es decir una convivencia acogedora y respetuosa que invita a una visión más profunda del mundo actual, visión abierta a la perspectiva de la alteridad y de la reciprocidad.[10]

La misión significa anunciar y llevar el Evangelio a los otros, pero también dejar que el Evangelio nos lleve a los otros. Es algo que tenemos que hacer, pero antes algo a lo que estamos llamados a convertirnos. Junto con la trampa del activismo hemos podido caer en otra: vivir la misión con el sentimiento típico del quien se cree maestro, con el complejo de salvadores unido a la lógica eficientista ya señalada, con una actitud de superioridad cultural o religiosa, actitud que de alguna manera significa la negación de la alteridad. Se trata, por el contrario, de asumir la actitud del discípulo -puesto que todos lo somos- que quiere compartir humildemente su fe y la alegría del evangelio que la acompaña. Como escribe San Pablo a los Corintios: “Nosotros no queremos ser dueños de vuestra fe; somos más bien colaboradores de vuestra alegría” (II Cor 1,24).  

En un pasado más o menos superado (en cuanto a los presupuestos y actitudes) el misionero se presentaba como el que poseía la fe y dictaba los términos en los cuales debía de ser comprendida (doctrina/dogma), vivida (moral/ética) y celebrada (liturgia/culto). Y al venir de las iglesias de la Europa cristiana, daba la impresión de que el Evangelio fuera su propiedad y parte integrante de la identidad europea y de una cultura considerada “superior”. Y sin quererlo, desde estos presupuestos culturales, se ha anunciado el evangelio partiendo de una posición de superioridad que deformaba su palabra contaminándola con el poder e imponiéndola a personas consideradas inferiores o pobres desde el punto de vista cultural, religioso y económico.

Abandonar el espíritu de salvadores, con su complejo de superioridad y su tendencia al activismo pragmático, nos permitirá  vivir la misión como testimonio de Cristo en un plano más humilde, contemplativo y dialogal. En efecto, si vivimos en la lógica y espiritualidad de la Missio Dei, no será difícil darse cuenta de que el Evangelio no es prerrogativa exclusiva de ningún pueblo ni de ninguna cultura particular, sino que está destinado y dirigido a todos los pueblos y culturas, y a todas las generaciones. Por ello, el misionero no podrá sentirse “dueño” o “poseedor”, sino solo “colaborador” y “servidor” del Evangelio, algo que parece evidente, al menos en la teoría. Escribe el Papa Francisco:

“No podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura. Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo”. EG 118. 

  1. 3.- Evangelizadores evangelizados.

Desde una actitud contemplativa y humilde es más fácil comprender y aceptar que el Evangelio es una Palabra que le concierne, en primer lugar, a él, al misionero antes que a sus oyentes, por ello intentará ser un testigo humilde y creíble, un con-discípulo siempre en la escuela de Jesús, antes de sentirse maestro. Desde esta actitud de horizontalidad e igualdad, podrá entrar en diálogo con los demás y enseñar el Evangelio encarnado en su vida para buscar juntos, a la luz del Espíritu Santo, lo que Dios quiere decir a quien propone y a quien recibe el Evangelio del reino. El Espíritu, de hecho, abre los ojos de las personas evangelizadas, pero también de los evangelizadores, entonces la misión es vivida como un intercambio de dones (LG 13) entre quien anuncia y quien recibe el anuncio evangélico. Por eso, el misionero debe estar preparado para hablar y escuchar, para dar y recibir, para evangelizar y ser evangelizado. 

Ya lo había afirmado claramente la “Evangeli nuntiandi”: “Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma… tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer… la Iglesia siempre tiene necesidad de de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el evangelio” (EN15). 

La dinámica misionera nos revela su autenticidad en la transformación recíproca de los dos participantes de la misión: evangelizador y evangelizado. Así nos lo revela el encuentro de Pedro con Cornelio (Hechos 10 y 11). La misión de anunciar el evangelio me empuja a abrirme al diálogo y a la reciprocidad con el otro que es diferente, cultural y religiosamente diferente, y esta apertura lleva consigo rupturas con la propia visión del mundo, rupturas que significan conversión. La actitud contemplativa y humilde me predispone e invita a mirar al otro con ojos nuevos y a relativizar mi visión del mundo o de la verdad.

Cuando el Espíritu y su gracia trabajan en nosotros, los encuentros entre creyentes y buscadores de Dios son siempre fecundos y fecundantes. Son encuentro en los que cada uno toma distancia en relación a las evidencias ambiguas de su propia fe; ambigüedad relacionada con una historia y una cultura. Así, Pedro en su encuentro con Cornelio toma distancia en relación con las propias “evidencias" de su fe judeo cristiana. Este encuentro entre Pedro y Cornelio puede convertirse en un modelo paradigmático inspirador. Y yo, europeo, ¿de qué evidencias de mi propia fe o cultura tengo que distanciarme? En niveles más profundos, en tales encuentros, las heridas, debilidades y límites de unos y de otros se abren al perdón de Dios y juntos descubrimos en esta relación de reciprocidad, los dones, carismas, riquezas y pobrezas en nuestra manera de vivir la fe.[11]

En contexto de multiculturalidad, el encuentro con el otro culturalmente diferente -el otro persona individual y el otro grupo social o comunidad- nos ayuda a pensar y aceptar que la misión no es unidireccional, sino mutua, recíproca, multidireccional y este estilo de vivir la misión está más en sintonía con la Missio Dei. Lo cual nos obliga a reflexionar sobre el tipo de relaciones vivido o que tendríamos que vivir con los destinatarios del anuncio evangélico.

  1. 4.- La misión vivida en espíritu de colaboración y solidaridad

Al situarnos en la dinámica y el espíritu de la misión entendida como Missio Dei, comprendemos que la vocación personal a la misión es una llamada a colaborar con todos los que Dios ha llamado a la misma misión, a vivir la misión con espíritu eclesial, comunitario. La misión como Missio Dei nos dice que esta misión es más grande de cuanto cada persona y cada congregación puedan hacer e incluso de cuanto todos juntos podemos hacer. La colaboración, entonces, no es una estrategia para la misión, sino el testimonio del Dios en quien creemos, un Dios trinitario de amor, comunión y diálogo, testimonio igualmente de la naturaleza eclesial de la misión. Aparece de nuevo la importancia de la contemplación para la misión. Si ésta es un colaborar con Dios, el misionero debe buscar en la contemplación la sintonía con la voluntad y el proyecto de Dios y permanecer abierto a la gracia.

La misión tiene que ver con el intercambio, con la interpelación recíproca lo cual supone una cierta transformación: vivirla con estilo dialogal. Y el diálogo implica y exige la renuncia a la tendencia expansionista consistente en absolutizar lo propio queriendo expandirlo; nos invita por el contrario a asumir la actitud de intercambiar y contrastar. No es la diversidad la que dificulta la comunión, sino más bien el apego a lo propio, a nuestros particulares puntos de vista.

El misionero se da cuenta que no evangeliza sobre todo haciendo para los demás, sino estando con ellos y haciéndolos actuar en primera persona sin substituirse a ellos. El individualismo y la eficacia están siempre ahí al acecho y por querer hacer mucho, bien, y de prisa, es fácil caer en la tentación de hacerlo por sí mismo y entonces uno ve solo su trabajo y lo percibe tan suyo que el otro -que también intenta hacer bien su trabajo- corre el riesgo de ser percibido como un estorbo. De esta manera se debilita, en la práctica, el sentido de pertenencia a la comunidad e incluso a la Iglesia. Además, cuando el hermano se retira, sus proyectos se convierten con frecuencia en un peso, pronto abandonados por falta de personal o de recursos.

La misión ad gentes históricamente ha sido llevada adelante por congregaciones religiosas cuyos miembros eran originarios de los países del Norte. Ello quiere decir que -junto al presupuesto suficientemente conocido y al que ya nos hemos referido de superioridad cultural- estaban pertrechados de considerables posibilidades económicas, fácilmente transformadas en poder. Los abundantes recursos económicos han permitido levantar una serie de obras y proyectos pastorales de promoción humana, desarrollo o estrictamente eclesiales que han provocado la admiración de los destinatarios del anuncio evangélico. Todo lo cual, en ocasiones, ha contaminado el propio anuncio evangélico. Por ello, superar relaciones más o menos larvadas de superioridad, paternalistas, asimétricas, para vivir otras igualitarias y de reciprocidad, no de eficacia sino de gratuidad, es un desafío permanente. 

Desde hace años se consolida el número de misioneros venidos de países y de Iglesias del Sur, de manera que hablamos no solo de una misión del Sur al Norte sino de Sur a Sur, en claro contraste con la anterior situación histórica. Este cambio puede introducir una nueva manera de pensar y de hacer misión, menos orientado a las obras y más a las relaciones, menos rica de recursos materiales y más orientada a la formación de las personas, una misión más despojada de recursos materiales y más centrada en lo espiritual. Tal vez sea un kairos o una gracia, sin duda un fenómeno histórico que puede permitirnos vivir la misión ad gentes de manera diferente, de manera más sencilla, más pobre, más desarmada; una misión que se apoya sobre medios pobres y espirituales y sobre recursos de la gente local, como el propio evangelio nos indica (Mateo 10, 5-15). Un estilo de misión más humilde. Esta situación novedosa puede sintonizar con la lógica y el espíritu de la misión entendida como Missio Dei, la cual debe ser epifanía de Dios, de su evangelio y de su reino, y no expresión de la potencia de los misioneros.

La razón última o más profunda de esta humildad contemplativa y colaboradora es por tanto de orden teológico-espiritual: la misión es de Dios y no nuestra y el Reino de Dios es una realidad escatológica por el cual trabajamos y a cuyo servicio estamos sin saber cuándo, dónde y de qué forma se manifestará en el mundo. El misionero está al servicio del Reino y no debe apoyarse en ningún poder humano, sea político, económico, cultural o mediático para afirmarse a sí mismo, o a la Iglesia. Salvará, de esta manera, su libertad profética para ser conciencia y palabra crítica que se levanta contra abusos, injusticias e indebidas injerencias de los poderes humanos. El solo poder que necesitará es el poder del Verbo y del Espíritu, es decir, el poder del amor, que se manifiesta en el don de sí.

CONCLUSIÓN

Termino con un texto del Papa Francisco: “Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Cor 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (EG 45). Límites, contextos, no repliegue sobre las propias seguridades, crecimiento en la comprensión del evangelio, discernimiento de los caminos del Espíritu.

La multiculturalidad es una invitación a vivir la misión despojados de etnocentrismo, de sentido de superioridad, de paternalismo, de todo aquello que signifique misión unidireccional. Significa una liberación de trampas ocultas, larvadas o inconscientes del etnocentrismo y no me refiero a una posición intelectual sino a reacciones espontáneas, inmediatas, “naturales”. Aquí tiene su sentido el camino de ascesis sobre uno mismo, de purificación mental, intelectual, emocional, y la ayuda necesaria y siempre útil de las ciencias humanas y sociales. Porque estamos invitados a transitar de la multiculturalidad a la interculturalidad. Y la primera misión de nuestras comunidades es vivir una vida fraterna de calidad para poder ser testigos de la comunión en un mundo dividido.

Somos iguales y al mismo tiempo diferentes. Igualdad y diferencia se sitúan en distintos niveles. Las diferencias son obvias y evidentes, son datos observables y se sitúan en el nivel de los hechos, mientras que la igualdad se sitúa en el ámbito de los principios o del derecho: somos iguales en dignidad. Ello significa que la igualdad es un valor que hay que defender y proteger. Se trata de conjugar el respeto por la diferencia y la lucha por la igualdad.

Nuestras congregaciones nacieron en un contexto cultural, social, político, eclesial muy distinto del nuestro de hoy. Hay algo que permanece: la urgencia del anuncio del evangelio y la necesidad del testimonio (EN 21-22. AG 11, 15 y 22). Estos cambios tan profundos afectan a nuestra identidad, a nuestra manera de comprender y de vivir el carisma, aunque la identidad no es algo estático y definido una vez para siempre, sino algo siempre en construcción. Y el carisma, algo vivo y al servicio del Reino, de una Iglesia y de un mundo que cambian.

Hay modelos pasados -el modelo civilizatorio- que han sido abandonados, otros han sido transformados en parte -el de promoción humana transformado en modelo de justicia social y defensa de los Derechos Humanos- siempre necesario este último modelo y más en un mundo roto necesitado de justicia y reconciliación en el que las desigualdades no han hecho más que crecer, y por lo que se hace más necesario que nunca no perder el horizonte de la justicia y el carácter inclusivo del Reino.

Nuestra Iglesia, nuestras comunidades está llamadas a ser signo y profecía de la inclusividad universal del Reino de Dios, testigos de la universalidad y de la apertura, de la justicia, de la fraternidad, de la solidaridad, de los “valores del Reino”, un testimonio particularmente requerido en la era de la globalización, porque ésta, por un lado, tiende a excluir y marginar a los pobres y a los débiles y, por otro, apunta a crear una uniformidad que elimina todas las diferencias.  Una Iglesia verdaderamente multicultural tendrá en el corazón la promoción de estos valores, la inclusión de quienes vienen desde fuera y será una imagen de la reunión universal de todas las gentes.

Podemos concluir con algunas evocaciones o imágenes bíblicas. La misión es éxodo, salida, peregrinación, “intimidad itinerante” (EG 23), es compromiso en la construcción de una tierra nueva y unos cielos nuevo, de una ciudad diferente, humana en la que todos quepan, santa (Apocalipsis 21). Es éxodo de Dios en primer lugar, éxodo de amor, expresado en la creación regalada y vivido en la salvación ofrecida para convocar a gentes de toda nación y raza, pueblo y lengua (Apocalipsis 7, 9) teniendo como horizonte final, la ciudad nueva, armoniosa, construcción y regalo, don y gratuidad del amor de Dios que viene a liberarnos y a hacer nuevas todas las cosas.

Carlos COLLANTES DÍEZ Misionero Javeriano

CONFERENCIA presentada en el 28º SIMPOSIO DE MISIONOLOGÍA DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE BURGOS. 2, 3 Y 4 de marzo de 2017

 

NOTAS

[1] Robert SCHREITER, Los retos actuales para la misión Ad Gentes. Simposio “Misión para el tercer milenio”. Méjico D.F., septiembre 1999

[2] David J. BOSCH, Dynamique de la mission chrétienne. Ed Karthala. Paris. 1995, p. 529-530

[3] Teología para la misión hoy. Constantes en contexto. Ed. Verbo Divino. Estella. 2009, p. 502. Los autores citan un artículo del ya mencionado R. Schreiter

[4] El origen de la misión ya no está en la Iglesia misma ya que ella es reenviada por Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II que en Ad Gentes n. 2 (cf. también Lumen Gentium 2-4) relaciona el origen de la misión de la Iglesia con el envío del Hijo y del Espíritu por parte del Padre para realizar su plan de salvación. El Concilio retoma por su cuenta la noción de Missio Dei, nacida en ámbito protestante, que considera la misión como derivada de la naturaleza propia de Dios.

[5] Stephen B. Bevans y Roger P. Schroeder.  Op. cit., p 502

[6] Robert SCHREITER, Los retos actuales para la misión Ad Gentes. Simposio “Misión para el tercer milenio”. Méjico D.F., septiembre 1999

[7] Cito algunos documentos eclesiales que sitúan teológica y pastoralmente el trabajo eclesial de acompañamiento con migrantes. La instrucción Erga Migrantes caritas Christi. Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes. Mayo 2004. La Iglesia en España y los inmigrantes. XC Asamblea Plenaria. CEE 2007.  La pastoral de los Inmigrantes. Camino para la realización de la misión de la iglesia, hoy. Archidiócesis de Madrid. 2002. Y la experiencia a la que me refiero la llevamos adelante entre los años 2009-2012.

[8] Retomo algunas ideas de un artículo “Evangelización y diálogo interreligioso”, de Antonio M. Pernía, SVD. En Testimonio, nº 230 “Interculturalidad y vida religiosa”. Noviembre-diciembre 2008, páginas 34-45. Ideas parecidas expresa en otro artículo “Missio ad Gentes” publicado en Misiones Extranjeras” nº 227, noviembre-diciembre 2008, páginas 744-752. “Las comunidades religiosas internacionales en un mundo pluricultural”.

[9] Cf. Estos rasgos están inspirados en parte de una conferencia de Gabriele FERRARI SX, ex superior general de los Misioneros Javerianos. “La missione evangelizzatrice oggi. Le sfide e le nuove attese della missione”. Tavernerio (Italia) 5 noviembre 2013.

[10] Cf. Roberto TOMICHA CHAPURA, OFM “Espiritualidades misioneras interculturales”. Rev Testimonio 230, páginas 58-67, nov-dic 2008, Chile.

[11] Cf. Maurice PIVOT, “Misión en reciprocidad”, Rev. Spiritus, nº 176, páginas 28-38. 2004