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LA MISIÓN: UN DESAFÍO PERMANENTE

21 Enero 2020
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La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta aceptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. (GS 44)

INTRODUCCIÓN

No es fácil hablar hoy sobre la misión ad gentes en un mundo como el nuestro sometido a profundos cambios, que nos afectan como Iglesia, y que son el escenario o el contexto en el que vivimos hoy la misión ad gentes. La misma expresión “ad gentes”, está en entredicho en ciertos ambientes, y hay quienes la consideran una categoría de épocas pasadas, un lenguaje que deberíamos abandonar porque se refiere a la época llamada de “las misiones extranjeras”, época pretérita y teñida de ambigüedades.

Incertidumbres y búsquedas

Los contextos actuales marcados por cambios acelerados están haciendo que las fronteras de antes y los espacios homogéneos bien definidos hayan saltado por los aires. Realidades muy ligadas a la misión como fronteras, territorios, distancias han sido trastocadas. Lo cual nos crea una cierta incertidumbre y desconcierto. Antes -los misioneros- lo teníamos todo bastante más claro y el salir era siempre geográfico. La urgencia del anuncio se ha “desplazado” y universalizado en este mundo sin fronteras.

Nuestro contexto histórico global está profundamente marcado por el proceso o fenómeno de la globalización en sus diferentes dimensiones: económica, política, cultural y sobre todo ideológica, coincidente en este caso con la visión del neoliberalismo más duro, del llamado darwinismo social. Un contexto marcado y atravesado por profundas e hirientes desigualdades sociales, hasta el punto de pensar que el mayor desafío al que nos vemos confrontados como humanidad es la inequidad social (EG 52-60) con su cortejo de efectos negativos e inhumanos.

“La globalización es un fenómeno extremadamente ambivalente, que provoca violencia a gran parte de la población mundial, especialmente a los pobres. Al mismo tiempo que hace posibles nuevas comunicaciones e incluso relaciones, impide que un gran número de personas pueda mejorar sus condiciones de vida… La globalización actual tiene dos características significativas para nosotros: su poder de homogeneización, por el que pone en conexión a todo el mundo y comunica el mismo mensaje utilizando una misma red, y su poder de fragmentación que, en las instancias locales, desorganiza los arreglos sociales enfatizando el sentido de lo particular y lo local. ¿Cómo se relaciona este aspecto de la globalización con la misión ad gentes?”.[1]

Otro fenómeno de carácter global aparece cada vez con mayor evidencia, el pluralismo cultural y religioso que atraviesa y atravesará nuestras sociedades cada vez más multiculturales.

Añadamos a estos dos procesos: globalización y pluralismo, los numerosos flujos migratorios forzados, con frecuencia, por la misma inequidad o injusticia global en sus diversos rostros siempre dramáticos, aunque tienen también otras causas. Tampoco podemos pasar por alto la cuestión cultural: distintas visiones del ser humano en conflicto. Así la visión del hombre que vehicula el neoliberalismo con todo su poderío económico y mediático es claramente opuesta a la antropología evangélica. Y por último, me refiero al drama ecológico que nos afecta como humanidad, vinculados como estamos en nuestra casa común, nuestra tierra madre y hermana, a todos los seres vivos.

Todo se ha vuelto más complejo, y la complejidad nos sumerge en un clima de incertidumbre, también de búsqueda de nuevos paradigmas para comprender lo que estamos viviendo y para responder a los retos y desafíos del momento presente que no dejan de ser, también y al mismo tiempo, oportunidades.

Encuentro con el Resucitado

Pero, por otra parte, la misión es “sencilla” y no cambia en su dinamismo esencial o primero porque es siempre fruto del encuentro con el Resucitado fuente de alegría, de la acogida de su palabra y de su envío. Al igual que él ha acogido y vivido el envío hecho por el Padre. (Juan 20, 19-23). Nos lo recuerda permanentemente y desde el principio el Papa Francisco, basta leer los primeros números de la exhortación evangélica “La alegría del evangelio”, o el capítulo V: “Evangelizadores con espíritu”, de la misma exhortación.

Nuestra misión es hacer visible la Vida, como nos recuerda la primera carta de Juan (I Juan 1, 1-4) Un texto de profundo alcance misionero que tiene su raíz y fortaleza en la experiencia de fe, en el encuentro contemplativo y renovado con el Verbo encarnado, que nos hace descubrir el necesario anuncio-testimonio de quienes se han dejado alcanzar, tocar, y transformar por el Verbo encarnado y resucitado, por la humanización de Dios en Jesús. Y de este encuentro brota un desafío, una misión: que lo humano sea trasfigurado y se haga divino, que todo sea recapitulado en Cristo. La fe, el encuentro con el Resucitado nos lleva necesariamente a la misión.

La salida y urgencia misioneras se apoyan, por tanto, en la fe como amistad con el Señor, como don precioso de Dios que abre la mente y el corazón a una nueva forma de ver y vivir la existencia. Don que lleva consigo la exigencia de salir del propio recinto, de cualquier cenáculo donde el miedo o el desconcierto o la impotencia frente a lo que está sucediendo, hayan podido encerrarnos. Salir del propio territorio donde nos sentimos seguros para ofrecer el evangelio como “bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva” (EG 264) es lo característico y específico de la misión ad gentes.

Paradigmas y cambios

En un mundo global de cambios acelerados, de “incertidumbres” y riesgos”, de injusticias flagrantes, ¿cuál es el sentido, el contenido, la orientación de la misión ad gentes? ¿Sigue siendo expresión válida y necesaria del amor de un Dios en salida y que nos sigue invitando a atravesar fronteras, a situarnos en las periferias como él mismo -en Jesús- ha hecho?

“También hoy, -escribía el Papa Benedicto XVI- la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta que Él vuelva.

Necesitamos por tanto retomar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas que, pequeñas e indefensas, fueron capaces de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y testimonio”. (Mensaje del Domund 2012)

Y el Papa Francisco -soñando con una opción misionera capaz de transformarlo todo- escribe: “constituyámonos en todas las regiones de la tierra en `un estado permanente de misión´”. (Cf. EG 25 y 27)

En estos últimos decenios, desde el Concilio Vaticano II la misión ad gentes ha cambiado profundamente, el evangelio sigue siendo el mismo, pero nuestra manera de pensar y de vivir la misión ha sufrido profundas transformaciones. Se ha profundizado el concepto de salvación, antes entendida de manera más reduccionista vinculada solamente al más allá, una salvación espiritualizada, de alma y concebida con frecuencia de manera individualista. Hoy la entendemos y queremos vivirla de forma distinta: una salvación referida a la persona entera, y que nos afecta como pueblo, como humanidad y tiene importantes repercusiones para nuestra vida ya, en esta tierra, una vida digna, justa, fraterna, solidaria.

En términos evangélicos hablamos del Reino de Dios, de acogerlo, de colaborar y trabajar por su presencia y llegada entre nosotros, en medio de nuestra humanidad. Y creemos que hay signos de su presencia dentro y fuera de las fronteras de la Iglesia. Creemos que hay salvación fuera de la Iglesia, porque es Dios quien la lleva adelante y su Espíritu. Tras esta profundización dimensiones importantes de la misión han ocupado una centralidad significativa: la inculturación, el diálogo interreligioso, el compromiso a favor de la justicia, la preocupación ecológica.

Han cambiado profundamente los contextos sociales y políticos en los que la misión se realiza; ha cambiado el valor acordado a las culturas autóctonas; han cambiado las Iglesias, pues lo que antes llamábamos países de misión hoy son Iglesias locales arraigadas en su pueblos y culturas; han aparecido nuevos sujetos y protagonistas de la misión. Ha cambiado profundamente la situación en nuestra Europa fuertemente marcada por la indiferencia religiosa, la secularización, por un cierto olvido de sus raíces cristianas. Y no podemos olvidarnos -como ya queda señalado- de los fuertes y profundos flujos migratorios que están transformando el rostro humano de nuestras sociedades. Y prueba de todo ello es el cambio de nuestro lenguaje, cambio que expresa otros cambios más profundos.

Hoy hablamos de la misión en términos de encarnación, de inserción, de acompañamiento, de justicia, de solidaridad, de inculturación y diálogo respetuoso; hablamos de la acogida de las “semillas del Verbo” (aunque esto no tiene nada de nuevo) y del Espíritu ya presente en pueblos, culturas, religiones y no solo en el corazón de las personas, como verdadero protagonista de la misión; hablamos de salvaguarda e integridad de la creación; hablamos de comunión entre Iglesias hermanas todas dando y recibiendo; hablamos de reconciliación que derriba muros y atraviesa divisiones y seguimos hablando, por supuesto, de anuncio del evangelio y de aquel es para nosotros es “camino, verdad y vida” Jesucristo, de testimonio y de invitación evangélica a la conversión.

Ya el Concilio Vaticano II reflexionando sobre las llamadas “misiones ad gentes”, las describe como “las iniciativas particulares con las que los heraldos del Evangelio, enviados por la Iglesia, yendo por todo el mundo, cumplen la tarea de predicar el Evangelio y de implantar la misma Iglesia entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo”. Y unas líneas antes podemos leer que el deber misionero “es único e idéntico en todas partes y bajo cualquier condición, aunque no se ejerza del mismo modo según las circunstancias. Por eso, las diferencias que hay que reconocer en esta actividad de la Iglesia no proceden de la naturaleza íntima de su misión, sino de las condiciones en las que ésta se ejerce”. (AG 6) Muy interesante e iluminador este número sobre el que teólogos y misionólogos han escrito abundantes reflexiones.[2] Son palabras significativas porque el acento no se pone en el criterio territorial, geográfico o jurídico -como era el caso entonces- sino en la situación de los destinatarios del anuncio, es decir en el criterio sociológico o antropológico, como indicaron en su momento teólogos de renombre, peritos entonces en el Concilio, entre ellos Y. Congar. El acento de la tarea misionera va puesto en la persona, en su situación, en la humanidad destinataria y beneficiaria del envío del Hijo (Juan 3, 16-17)

La distinción tradicional entre países de misión y de vieja cristiandad tan arraigada entre nosotros -en nuestro marco de referencias y en nuestras opciones hasta el punto de marcar uno de nuestros rasgos más significativos: como es el “ad extra”- hace tiempo que ha dejado de ser actual y pertinente. Desde hace tiempo el centro de gravedad del cristianismo se ha desplazado hacia las Iglesias del Sur. Una evidencia. No entramos en las causas. La misión hoy día es una misión compartida llevada adelante por todas las iglesias en actitudes de corresponsabilidad y de comunión. Además, el movimiento misionero ha dejado de ser unilateral, hoy día es multilateral: del norte al sur, del sur al norte y de sur a sur.

Cada época histórica está atravesada por determinadas corrientes culturales dominantes que nos configuran como colectividades y como personas, y nos afectan con frecuencia de manera más o menos sutil o consciente. Corrientes subterráneas capaces de vivificar pero también de contaminar. Por ello, siempre es necesario hacer una lectura crítica y lúcida de la realidad y, en nuestro caso, una lectura guiada por el Evangelio; sin olvidar la ayuda de las ciencias sociales. No nos olvidamos de la teología, ¿por dónde camina hoy la teología, y en concreto la misionología deudora de la eclesiología?

DISCERNIR es siempre una tarea ineludible y debe ser una actitud permanente. Tenemos válidos paradigmas teológicos para orientarnos en este momento histórico y en el contexto actual. Un desafío de otro calado será cómo vivirlos o concretarlos.

ALGUNAS CERTEZAS TEOLÓGICAS EN EL CONTEXTO ACTUAL

La Missio Dei, descubrimiento significativo y fecundo.

El descubrimiento más significativo y fecundo en el siglo pasado en el ámbito de la teología de la misión tiene que ver con el origen mismo de la misión, -la llamada Missio Dei-, que nos ha permitido comprender la misión como un proceso dinámico del mismo Dios, proceso en el que nosotros como Iglesia peregrina estamos invitados a insertarnos y a participar. La Missio Dei tiene su raíz y fundamento en el amor oblativo de Dios. El amor de Dios es misionero, o mejor todavía, es misión. Por eso la misión es, en su raíz, un volcarse de Dios hacia el mundo.

“La misión nace en el corazón de Dios. Dios es una fuente de amor que envía. Este es el sentido más profundo de la misión. Es imposible penetrar más allá; existe la misión sencillamente porque Dios ama a las personas”.[3]

En este sentido, el misterio o paradigma trinitario, es decir la unidad y la armonía en la diversidad se convierte en fuente de inspiración y de motivación, en fundamento de una Iglesia que vive en su seno de manera positiva y creativa el fenómeno de la diversidad cultural. La teología de la Missio Dei implica un convencimiento y una actitud de permanente apertura hacia quien es diferente. La comprensión trinitaria de la misión implica la apertura a la diversidad de expresiones teológicas (EG 40)

Nos interesa porque es fecunda e inspiradora la visión del Dios-Trinidad como interacción y diálogo, comunión y comunicación entre el Pa­dre, el Hijo y el Espíritu Santo. Una comunicación o diá­logo interior que engloba a la historia humana y a la entera creación. Por eso la misión puede ser concebida y vivida como el permanente diálogo del Dios-Trinidad con el mundo y con la humanidad, un diálogo que invita y conduce a la humanidad a la to­tal comunión con el Dios trinitario y en el que la Iglesia se inserta entendiéndose y viviéndose al servicio de este diálogo-comunión-amor.

“… en primer lugar, la unidad en la diversidad de la Trinidad será clave para una teología del pluralismo religioso y cultural que marca el pensamiento y la civilización posmodernas. Y además, la existencia trinitaria ofrece un fuerte fundamento teológico para la misión como proceso dialogal del dar y recibir, del proclamar y aprender, de la denuncia profética y de la apertura personal a la crítica”.[4]

Siempre nos ha acechado la tentación de colocarnos en el centro como protagonistas, intentando reducir la misión a algo nuestro, algo de la Iglesia, con las mejores intenciones. Si la misión no es, en un primer momento, una obra de la Iglesia, sino el desbordamiento del diálogo, de la comunión y del amor trinitario sobre la historia humana y sobre la entera creación y a cuyo servicio la Iglesia se sitúa y entiende, esta inversión está cargada de consecuencias significativas.[5]

Pentecostés, recordatorio e interpelación permanente de un lenguaje común respetuoso de la pluralidad.

El fundamento de toda salida, de todo movimiento extático es el amor y su fin es la comunión. Y el Espíritu es fuente de amor y guía hacia la comunión. Sin duda es inspirador el paradigma de Pentecostés como interpelación permanente de un lenguaje común respetuoso de la pluralidad, en él se conjugan dos realidades: lo común que sería la fe y lo diverso que sería la cultura, la lengua, las identidades culturales, las diferentes expresiones de esa única y común fe.

“Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu… y hemos bebido de un solo Espíritu” (I Corintios 12, 13. Gálatas 3, 27-27). El Espíritu es fuente y posibilidad de una nueva convivencia social, de nuevas relaciones humanas de respeto y acogida que hacen saltar por los aires las relaciones de fuerza, los intereses, los prejuicios y miedos. El Espíritu nos invita a desarmarnos y actúa como la fuerza de una fraternidad nueva, de otros vínculos nuevos y renovados, haciendo saltar las ataduras de situaciones inhumanas contrarias a la dignidad de la condición humana.

El Espíritu se manifiesta como fuerza que invita a ir siempre más allá, a superar barreras y fronteras, también como capacidad de búsqueda, de escucha y de encuentro, como invitación permanente a abrirse a lo desconocido para crear algo nuevo, como invitación a salir fuera de sí mismo, de las propias certezas o miedos. La sabiduría del Espíritu abre puertas y fronteras y es capaz de crear comunión de iguales, de aceptación y de respeto, por ello es una sabiduría intercultural porque nos ayuda a descubrir y acoger que la comunión no es uniformidad.

El enfoque trinitario de la misión nos permite poner el acento y resaltar la acción y el protagonismo misionero del Espíritu. “Propongo que la Iglesia vivirá su misión dignamente sólo en la medida que se alíe a sí misma con la fuerza del Espíritu y se deje transformar por ese mismo poder. Si el Espíritu es lo primero que Dios envía y es enviado, la actividad del Espíritu se convierte en el fundamento de la propia naturaleza misionera de la Iglesia. Si la Iglesia quiere vivir lo que ella es, debe, por tanto, en primer lugar dirigir la mirada a la actividad del Espíritu. Su tarea es doble, como la de Jesús, seguir la guía del Espíritu y ser el rostro concreto del Espíritu en el mundo.”[6]

Redemptoris missio nos recuerda acertadamente que el Espíritu Santo es el protagonista de la misión de la Iglesia. Y de este protagonismo brota una relación nueva con las culturas y religiones, a causa de la libertad del propio Espíritu para no quedar encerrado dentro de los límites de una sola cultura o de una sola religión. Ya que su presencia y actividad afectan a “… la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones… Es también el Espíritu quien esparce las `semillas de la Palabra´ en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo.” (cf RM n. 28). Afirmaciones cargadas de esperanza y que abren horizontes.

El Espíritu hace a la Iglesia experta en comunicación, capaz de escuchar, de comprender otro lenguaje, capaz de discernimiento para acoger la variedad de palabras humanas reveladoras de la divina. El Espíritu es el lenguaje universal de Dios, y universal no significa abstracto, es concreto porque tiene para cada uno una palabra personalizada, una palabra que el mismo Espíritu nos invita a rastrear, para mejor acoger y comprender la acción-presencia de Dios. Nos hace a Dios más comprensible, nos familiariza con sus caminos permitiéndonos vivir la comunión en la diversidad.

La comprensión trinitaria de la misión ensancha y profundiza el objetivo y el horizonte de la misión: el Reino.

La Iglesia procede de una misión (la del Padre) y vive para una misión (la del Hijo) acompañada por un dinamismo (el del Espíritu). Y dado que la Iglesia está al servicio del Reino, como lo afirman con total nitidez Redemptoris missio 20 y Lumen gentium 5, es oportuno y fecundo aludir a la categoría del Reino. La comprensión trinitaria de la misión ensancha y profundiza el objetivo y el horizonte de la misma que no será ya la extensión de la Iglesia visible en los lugares en don­de todavía no está presente, sino la realización del plan salvífico de Dios que Jesús llama Reino de Dios y se convierte en su proyecto, en objeto de su predicación y de sus gestos liberadores (Mc 1,15).

Este plan salvífico o Reino de Dios es universal y abarca a la humanidad entera y a toda la creación. La Iglesia sigue la misión de Jesús que ha venido para anunciar la buena noticia del Reino de Dios, del proyecto del Padre de renovar el mundo con su amor, de hacer un mundo de justicia, de paz, de amor, de fraternidad. El anuncio de Jesús y del Reino requiere la conversión personal en la fe y la trasformación social. Dado el significado y el contenido del Reino en la predicación y en los gestos salvadores de Jesús, podemos pensar también en la capacidad crítica del evangelio como dinamismo que empuja a trabajar por la dignidad de las personas y la defensa de los derechos humanos.

Del paradigma teológico de la Misio Dei surge una eclesiología con rasgos significativos para la misión: una Iglesia servidora del Reino capaz de instaurar relaciones respetuosas y colaboradoras con culturas y religiones.

El misterio de un amor divino sin fronteras y sin condiciones puede y debe inspirar la misión cristiana. Como Iglesia misionera, en permanente salida, está invitada o urgida a presentar y ofrecer -como un testimonio o servicio específico- la imagen de una humanidad reconciliada, la armonía entre la unidad y la diversidad. Un icono de la nueva comunidad como ensanchamiento y profundización de los vínculos humanos, y como solidaridad que va más allá de la lógica humana natural. De esta manera, la Iglesia puede vivir esa definición conciliar de saberse al servicio de la unidad, al servicio de la alianza de Dios con toda la humanidad: “… la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano…” (LG 1).

Una consecuencia eclesiológica interesante de la Missio Dei es que la Iglesia no es propietaria de la misión, sino servidora. Lo cual significa vivir la misión con más humildad, con clara conciencia de servidores, con cierto “desapego” que no significa con menos entusiasmo o pasión, con serenidad y sosiego. El Señor nos precede, su amor también y está siempre actuando. Y al no ser propietaria deberá ponerse en cuestión con más frecuencia para examinar su fidelidad y su capacidad de interpretar los signos de los tiempos.

Plenitud reconciliadora de Cristo: la utopía de convivencia armoniosa.

Quisiera simplemente referirme de manera sintética a los dos himnos cristológicos de Efesios (1, 3-10) y Colosenses (1, 15-20) en los que encontramos dos realidades significativas, complementarias y dinámicas: la reconciliación tan necesaria para nuestra humanidad en nuestro mundo atravesado por conflictos, heridas, injusticias, una reconciliación que pasa por la entrega, por la cruz de Jesucristo; sin una referencia a la cruz la misión no es cristiana. Y, en segundo lugar, la evocación en ambos himnos de la plenitud, como anhelo y aspiración personal y colectiva, como un sueño, una utopía que incluye la convivencia armoniosa y que pasa por el crucificado, el único que hace caer los muros que nos separan. La cruz asume y expresa el conflicto y la posibilidad de superarlo.

La pluralidad cultural: riqueza y valor de las culturas.

Finalmente, me refiero a un elemento no estrictamente teológico pero relacionado con la misión ad gentes. Se trata del reconocimiento explícito por parte de la Iglesia del valor de las culturas y de la pluralidad cultural como una riqueza. Reconocimiento explícito por parte del Concilio Vaticano II (GS 53-56. AG 22). En la misma línea se expresó Pablo VI en Evangelii Nuntiandi 20, como invitación e interpelación a superar todo etnocentrismo consciente o larvado.

La diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia, porque como nos recuerda el Papa Francisco, una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo. (EG 115-118). La encarnación asume toda la riqueza de la condición humana expresada en la pluralidad cultural que encarna lo humano universal y la búsqueda de orientación y de sentido.

INTER-GENTES, ¿UN NUEVO PARADIGMA?

La situación global de pluralismo cultural, social, religioso es innegable. Nos hemos ido haciendo más sensibles y respetuosos hacia dicho pluralismo. A nivel teórico, para intentar comprender, y a nivel práctico, para hacer posible la convivencia, enriquecernos todos y descubrir el designio de Dios. Hablar de pluralismo significa plantearse el desafío de la alteridad y saber caminar juntos más allá de posiciones dogmáticas, monolíticas o rígidas. ¿Cómo asumir y vivir el desafío de la alteridad, del otro cultural, social y religiosamente diferente? La actitud ante el otro es determinante y marca la calidad de nuestra relación o encuentro: indiferencia, rechazo, ignorancia total o acogida, búsqueda, respeto, interés positivo, escucha y diálogo sincero.

Y algo que toca el corazón del envío misionero: ¿Cómo anunciar el evangelio en sociedades marcadas por el pluralismo? Tal vez la misión inter-gentes pretenda, como paradigma, responder a este desafío. ¿Cómo anunciar el evangelio en situaciones de marcado y fuerte pluralismo, viviendo actitudes de respeto, encuentro, escucha, diálogo, colaboración? La relación con el misterio trinitario es evidente: ¿Cómo conjugar la diversidad, la unidad y armonía? Sin duda, necesitamos de la luz y sabiduría del Espíritu: “la diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad”. (EG 131)

Teólogos y misioneros han aceptado la expresión proveniente del horizonte asiático: contexto, sensibilidad, experiencia, iglesias y cristianos en situación de minoría. Indica un modo distinto de entender y vivir la misión de siempre, llamada desde hace varios siglos ad gentes. Cambian estilo, actitudes, acentuaciones, sensibilidad, pero hay certezas que permanecen aunque podamos vivirlas con sensibilidad renovada: la iniciativa divina, la Trinidad como fuente de la misión, el protagonismo del Espíritu Santo, la identidad de la Iglesia misionera por naturaleza, naciendo y viviendo de la misión, una Iglesia servidora del Reino anunciado por Jesús y encarnado en el Resucitado, una Iglesia comunión de iglesias locales, todas ellas al servicio de la misión única en contextos distintos, sentido comunitario de la misión, la validez y necesidad del testimonio y del anuncio explícito, el diálogo, la variedad y pluralidad de agentes de la misión, el bautismo en la raíz de la vocación misionera diversificada con posterioridad en función de los carismas regalados por el Espíritu.

Inter-gentes, un modo de vivir la misión más en sintonía con nuestra época, sensibilidad, contextos cambiantes, novedad de ciertas situaciones (una movilidad humana hasta ahora desconocida, flujos migratorios en diferentes direcciones, pluralismo religioso, sociedades multiculturales). Un modo de vivir la misión en sintonía también con la autoconciencia de la propia Iglesia y de su misión. Siempre a la escucha del Espíritu (dimensión teológica de la misión) y de los signos de los tiempos (dimensión sociológica o antropológica de la misma). El paradigma ad gentes puede seguir siendo válido porque una cosa es el paradigma en sí y otra la forma de vivirlo, más o menos adecuada. Se trataría, por tanto, de vivirlo de otra manera, con otra sensibilidad y otras actitudes. Y estas actitudes no son nuevas, tal vez el nuevo paradigma inter-gentes nos las recuerde, pero son de siempre porque pertenecen al evangelio, a la praxis de Jesús y ha habido a lo largo de la historia misioneros y misioneras que las han vivido y las está viviendo, entre ellas la compasión de Jesús que está en el origen del envío de los discípulos.

El paradigma tiene, por tanto, en su origen un fuerte acento asiático, pero dada la situación global de diversidad cultural y pluralismo religioso en que vivimos, nos puede servir de iluminación en todos los lugares y para todas las iglesias locales, porque aborda el desafío del pluralismo desde el diálogo y no desde la confrontación o la exclusión. Y si, en su primera formulación los obispos asiáticos hablaban del triple diálogo con las culturas, las religiones y los pobres, este paradigma no tiene porque ser ajeno a los desafíos de la inequidad social, de las hirientes desigualdades y de la concentración de las riquezas y recursos en cada vez menos manos. Es decir, está llamado a interactuar críticamente con la dimensión cultural e ideológica de la globalización neoliberal y de los desastres humanos y ecológicos que está provocando. Está llamado a “combatir” ese poder de homogeneización y de fragmentación del proceso globalizador en curso.

ESPIRITUALIDAD ESENCIAL

Hay un principio claro que nunca debemos olvidar: “Dios nos precede, siempre llega antes que nosotros, ya está presente” (Hechos 17). Y de este principio dimanan actitudes fundamentales: la escucha, la humildad y la búsqueda para rastrear los senderos del Espíritu. Dios está también en la cultura que puede convertirse en lugar de interpelación y revelación. Lo cual nos invita a vivir con actitud de discernimiento para ir más allá de la superficie y descubrir las corrientes de fondo que atraviesan una sociedad, una cultura, y aprender a comprender y gestionar los nuevos contextos y escenarios, todo lo cual exige cambios en el modo de ser y estar en la misión.

La actitud contemplativa frente al activismo.[7]

Si Dios está ya presente la primera actitud requerida para acoger su presencia será la contemplación. En el pasado y todavía hoy hemos vivido la misión ad gentes con una marcada tendencia al hacer, y esta tendencia nos lleva fácil y frecuentemente al activismo, y a formas de protagonismo. El activismo para el misionero es un riesgo siempre real que indica su pertenencia al mundo occidental en el cual se privilegia la eficacia y la eficiencia, descuidando la calidad de las relaciones tan importantes en otros contextos culturales; y de esta manera el mismo testimonio comunitario puede verse afectado.

Participamos en una misión que no es nuestra y que, por ello, debe estar arraigada en el encuentro con el misterio del Dios trinitario, con la acción de Cristo y la del Espíritu Santo que nos preceden en el mundo y con los cuales debemos ponernos permanentemente en sintonía. Esto requiere que el misionero sea un “contemplativo en la acción” (RM 91). La misión es un encuentro con el Dios misionero -en salida permanente- cuyo amor abraza a la humanidad entera. Cuando estamos interiormente convencidos de que nuestra misión es participación en la misión de Dios, entonces nos es más fácil aceptar, y tal vez vivir, que nuestro primer desafío es la contemplación.

El estilo misionero debería caracterizarse, no por una actividad frenética, sino por una presencia contemplativa en medio del pueblo de Dios. Lo cual da un ritmo distinto a la presencia y a la acción del misionero que intentará, en consecuencia, hablar del misterio de Dios no con sus categorías culturales, sino adentrándose él mismo y con el pueblo al que ha sido enviado en el misterio de Dios para expresarlo con palabras, signos y símbolos que les sean familiares en un diálogo respetuoso y un testimonio claro, en cuanto sea posible, de vida cristiana, de oración, servicio y caridad.

La contemplación no es lo opuesto a la misión, sino una dimensión constitutiva de la misma que nos ayuda a mirar el mundo con los ojos de Dios y a leer en la historia su presencia y su acción. La actitud contemplativa nos permitirá descubrir el Reino ya presente en los gérmenes de bien que están en todas las culturas y en cada persona, e intuir y seguir los caminos para que estos gérmenes lleven a la maduración en Cristo, sin agobiarse si no llega a introducirlos en la Iglesia.

Con frecuencia los relatos evangélicos nos muestran a Jesús en oración, en actitud y soledad contemplativas, y de esta soledad habitada por el Espíritu, va a brotar una gran creatividad que le permitirá vivir su misión en fidelidad y docilidad al proyecto del Padre. “El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios…” (I Cor 2, 10-12), por eso no podemos comprender -y secundar- el designio misionero de Dios sin ponernos a la escucha profunda del Espíritu de Dios. Escuchar, buscar, discernir dónde y cómo se hace presente y actúa el Espíritu de Dios, he aquí nuestra primera tarea, o la dimensión más radical, fundamental y primera de nuestra misión. Inmersos en este clima contemplativo podremos acoger y respetar la libertad de Dios, presente y en acción antes de nuestra llegada, y tal vez nos sea más fácil comprender la manera cómo la gente responde al Dios ya presente.

Cuando el misionero deja de ser un hombre de Dios, contemplativo en la acción y se convierte en activista de derechos humanos, activista de nobles valores culturales, entonces es eficaz, pero ¿es fecundo? Y aunque bien es verdad que la esperanza cristiana debe buscar la eficacia histórica transformadora, no basta con limitarse a ser un apasionado de la justicia a nivel horizontal de pura eficacia histórica (EG 262).

Un segundo rasgo o actitud espiritual es la humildad.

Toda salida o movimiento misionero debe ser vivido con la certeza de estar precedido por la misión del Espíritu que abre caminos de entendimiento y de encuentro sea en la interioridad de cada persona, sea en las culturas y en las tradiciones religiosas; realidades reconocidas y acogidas con vistas a un anuncio evangélico fecundo, capaz de suscitar una libre adhesión de fe.

La lógica de la Missio Dei nos ofrece la oportunidad de vivir la misión sin etnocentrismos, abiertos a la pluralidad donde el único y verdadero centro es Dios, nos predispone a acoger la riqueza de Dios diseminada en la diversidad religiosa-cultural humana, nos hace disponibles para recibir y no solo dar, para dejarnos enriquecer. La interculturalidad implica una espiritualidad encarnada, es decir una convivencia acogedora y respetuosa que invita a una visión más profunda del mundo actual, visión abierta a la perspectiva de la alteridad y de la reciprocidad.[8]

La misión significa anunciar y llevar el Evangelio a los otros, pero también dejar que el Evangelio nos lleve a los otros. Es algo que tenemos que hacer, pero antes algo a lo que estamos llamados a convertirnos. Junto con la trampa del activismo hemos podido caer en otra: vivir la misión con el sentimiento típico del quien se cree maestro, con una actitud de superioridad cultural o religiosa, actitud que de alguna manera significa la negación de la alteridad. Se trata, por el contrario, de asumir la actitud del discípulo -puesto que todos lo somos- que quiere compartir humildemente su fe y la alegría del evangelio que la acompaña. Como escribe San Pablo a los Corintios: “Nosotros no queremos ser dueños de vuestra fe; somos más bien colaboradores de vuestra alegría” (II Cor 1,24).

En un pasado más o menos superado (en cuanto a los presupuestos y actitudes) el misionero se presentaba como el que poseía la fe y dictaba los términos en los cuales debía ser comprendida (doctrina/dogma), vivida (moral/ética) y celebrada (liturgia/culto). Y al venir de las iglesias de la Europa cristiana, daba la impresión de que el Evangelio fuera su propiedad y parte integrante de una cultura considerada “superior”. Y sin quererlo, desde estos presupuestos culturales, se ha anunciado el evangelio partiendo de una posición de superioridad que deformaba su palabra contaminándola con el poder e imponiéndola a personas consideradas pobres desde el punto de vista económico, cultural y religioso.

Se trata de vivir la misión como testigos del Resucitado en actitud humilde, dialogal, contemplativa. En efecto, si vivimos en la lógica y espiritualidad de la Missio Dei, no será difícil darse cuenta de que el Evangelio no es prerrogativa exclusiva de ningún pueblo ni de ninguna cultura particular, sino que está destinado y dirigido a todos los pueblos y culturas, y a todas las generaciones. Por ello, el misionero solo será “colaborador” y “servidor” del Evangelio, algo que parece evidente, al menos en la teoría. Escribe el Papa Francisco:

“No podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura. Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo”. EG 118.

Evangelizadores evangelizados.

Desde una actitud contemplativa y humilde es más fácil comprender y aceptar que el Evangelio es una Palabra que le concierne, en primer lugar, a él, al misionero antes que a sus oyentes, por ello intentará ser un testigo humilde y creíble (RM 91), un con-discípulo siempre en la escuela de Jesús, antes de sentirse maestro. Desde esta actitud de horizontalidad e igualdad, podrá entrar en diálogo con los demás y enseñar el Evangelio encarnado en su vida para buscar juntos, a la luz del Espíritu Santo, lo que Dios quiere decir a quien propone y a quien recibe el Evangelio del reino. El Espíritu, de hecho, abre los ojos de las personas evangelizadas, pero también de los evangelizadores, entonces la misión es vivida como un intercambio de dones (LG 13) entre quien anuncia y quien recibe el anuncio evangélico. Por eso, el misionero debe estar preparado para hablar y escuchar, para dar y recibir, para evangelizar y ser evangelizado.

Ya lo había afirmado claramente la “Evangelii nuntiandi”: “Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma… tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer… la Iglesia siempre tiene necesidad de de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el evangelio” (EN15).

La dinámica misionera nos revela su autenticidad en la transformación recíproca de los dos participantes de la misión: evangelizador y evangelizado. Así nos lo revela el encuentro de Pedro con Cornelio (Hechos 10 y 11). La misión de anunciar el evangelio me empuja a abrirme al diálogo y a la reciprocidad con el otro que es, cultural y religiosamente, diferente; y esta apertura lleva consigo rupturas con la propia visión del mundo, rupturas que significan conversión. La actitud contemplativa y humilde me predispone e invita a mirar al otro con ojos nuevos y a relativizar mi visión del mundo o de la verdad.

Cuando el Espíritu y su gracia trabajan en nosotros, los encuentros entre creyentes y buscadores de Dios son siempre fecundos y fecundantes. Son encuentro en los que cada uno toma distancia en relación a las evidencias ambiguas de su propia fe; ambigüedad relacionada con una historia y una cultura. Así, Pedro en su encuentro con Cornelio toma distancia en relación con las propias “evidencias" de su fe de raíz judía. Este encuentro entre Pedro y Cornelio puede convertirse en un modelo paradigmático inspirador. Y yo, ¿de qué evidencias de mi propia fe o cultura tengo que distanciarme? En niveles más profundos, en tales encuentros, las heridas, debilidades y límites de unos y de otros se abren al perdón de Dios y juntos descubrimos en esta relación de reciprocidad, los dones, carismas, riquezas y pobrezas en nuestra manera de vivir la fe.[9]

En contexto de multiculturalidad, el encuentro con el otro -sea persona individual o grupo social o comunidad- culturalmente diferente nos ayuda a aceptar que la misión no es unidireccional, sino recíproca, multidireccional, y este estilo de vivir la misión está más en sintonía con la Missio Dei. Lo cual favorece la reflexión sobre el tipo de relaciones vivido o que tendríamos que vivir con los destinatarios del anuncio evangélico.

La misión vivida en espíritu de colaboración y solidaridad

Al situarnos en el espíritu y la dinámica de la misión entendida como Missio Dei, comprendemos que la vocación personal a la misión es una llamada a colaborar con todos los que Dios ha llamado a la misma misión, una clara invitación a vivir la misión con un claro sentido comunitario y eclesial. La colaboración no es una estrategia misionera, sino el testimonio del Dios en quien creemos, un Dios trinitario de amor, comunión y diálogo; testimonio igualmente de la naturaleza eclesial de la misión.

La misión tiene que ver con el intercambio, con la interpelación recíproca lo cual supone una cierta transformación: vivirla con estilo dialogal. Y el diálogo implica y exige la renuncia a absolutizar lo propio queriendo expandirlo. No es la diversidad la que dificulta la comunión, sino más bien el apego a lo propio, a nuestros particulares puntos de vista.

El misionero se da cuenta de que no evangeliza sobre todo haciendo para los demás, sino estando con ellos y haciéndolos actuar en primera persona sin substituirse a ellos. El individualismo y la eficacia están siempre al acecho y por querer hacer mucho, bien y de prisa, es fácil caer en la tentación de hacerlo por sí mismo y entonces uno ve solo su trabajo y lo percibe tan suyo que el otro -que también intenta hacer bien su trabajo- corre el riesgo de ser percibido como un estorbo. De esta manera se debilita, en la práctica, el sentido de pertenencia a la comunidad e incluso a la Iglesia.

La misión ad gentes históricamente ha sido llevada adelante por congregaciones religiosas cuyos miembros eran originarios de los países del Norte. Ello quiere decir que -junto al presupuesto suficientemente conocido y al que ya nos hemos referido de superioridad cultural- estaban pertrechados de considerables posibilidades económicas, fácilmente transformadas en poder. Los abundantes recursos económicos han permitido levantar una serie de obras y proyectos pastorales de promoción humana, desarrollo o estrictamente eclesiales que han provocado la admiración de los destinatarios del anuncio evangélico. Todo lo cual ha contaminado, en ocasiones, el propio anuncio evangélico. Por ello, superar relaciones más o menos paternalistas o asimétricas, para vivir otras igualitarias y de reciprocidad, no de eficacia sino de gratuidad, es un desafío permanente.

Desde hace años se consolida el número de misioneros venidos de países y de Iglesias del Sur, de manera que hablamos no solo de una misión del Sur al Norte sino de Sur a Sur, en claro contraste con la anterior situación histórica. Este cambio puede introducir una nueva manera de pensar y de hacer misión, menos orientado a las obras y más a las relaciones, menos rica de recursos materiales y más orientada a la formación de las personas, una misión más despojada de recursos materiales y más centrada en lo espiritual. Tal vez sea un kairos o una gracia, sin duda un fenómeno histórico que puede permitirnos vivir la misión ad gentes de manera diferente, de manera más sencilla, más pobre, más desarmada; una misión que se apoya sobre medios pobres y espirituales y sobre recursos de la gente local, como el propio evangelio nos indica (Mateo 10, 5-15). Un estilo de misión más humilde. Esta situación novedosa puede sintonizar con la lógica y el espíritu de la Missio Dei, la cual debe ser epifanía de Dios, de su evangelio y de su reino, y no expresión de la potencia de los misioneros.

La razón última o más profunda de esta humildad contemplativa y colaboradora es por tanto de orden teológico-espiritual: la misión es de Dios y no nuestra, y el Reino de Dios es una realidad escatológica por el cual trabajamos y a cuyo servicio estamos sin saber cuándo, dónde y de qué forma se manifestará en el mundo. El misionero está al servicio del Reino y no debe apoyarse en ningún poder humano, sea político, económico, cultural o mediático para afirmarse a sí mismo, o a la Iglesia. Salvará, de esta manera, su libertad profética para ser conciencia y palabra crítica que se levanta contra abusos, injusticias e indebidas injerencias de los poderes humanos. El solo poder que necesitará es el poder del Verbo y del Espíritu, es decir, el poder del amor, que se manifiesta en el don de sí.

CONCLUSIONES

La acción misionera sigue siendo paradigma de la actividad eclesial. Así nos lo recuerdan los últimos Papas en sus escritos y mensajes: “Sin la misión ad gentes, la misma dimensión misionera de la Iglesia estaría privada de su significado fundamental y de su actuación ejemplar”. (RM 34) “La salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia” (EG 15)

Entre teólogos de distinta sensibilidad encontramos hoy distintas metáforas o maneras de hablar de la misión, habida cuenta de los considerables cambios que vivimos. Además de la misión inter-gentes, nos encontramos con otras categorías como misión a la inversa, misión desde los márgenes, misión como ortopatía o recto sentir, misión como diálogo profético, misión como reconciliación[10]. Son metáforas que indican dimensiones significativas de la misión de siempre, o subrayan una actitud o un conjunto de actitudes válidas y necesarias, pero no indican, a mi modo de ver, la totalidad o globalidad de la misión ad gentes hoy. Y más allá de la novedad, podemos pensar que en el fondo tienen su inspiración y motivación en el estilo de Jesús, en su praxis. Así, la misión desde los márgenes del Consejo Mundial de las Iglesias tiene su correspondencia en el inicio de la misión de Jesús, en la Galilea de los gentiles, en una región de dudosa reputación y un tanto sincretista. Y la misión como ortopatía o recto sentir, tiene su inspiración o iluminación en ese Jesús que movido por la compasión o por sus entrañas de misericordia, habla y actúa, realiza gestos salvadores implicando a sus seguidores (Mateo 14, 13-21).

El ad gentes -que puede armonizarse con el inter gentes- me parece irrenunciable, porque la misión es siempre salida. Cuestión muy distinta y de gran importancia es cómo es y se vive esa salida, con qué actitudes, desde dónde, sabiendo que la salida no es un fin en sí misma y está orientada al anuncio y al testimonio. A ello debemos añadir que hoy no salimos desde un único centro geográfico y cultural que ha dejado de existir, como fueron históricamente y hasta un pasado reciente las iglesias de Europa. En consecuencia, la salida será desde todas las iglesias, iguales en dignidad, en comunión y corresponsabilidad, compartiendo idéntica responsabilidad.

La insistencia del Papa Francisco en utilizar la expresión “salida”, ¿qué significa sino aludir al ad gentes, ya que el “ad” indica siempre movimiento hacia afuera? Y si además subraya que toda la iglesia debe sentirse y situarse en estado de misión (EG 25), esto significa que son todas las iglesias locales las invitadas a salir. De suerte que, si no hay salida geográfica, concreta, real faltaría una dimensión significativa a la tarea evangelizadora, a la misión de la Iglesia.

“Los confines de la tierra, -escribía el Papa en el mensaje del Domund 2018- queridos jóvenes, son para vosotros hoy muy relativos y siempre fácilmente “navegables”. El mundo digital, las redes sociales que nos invaden y traspasan, difuminan fronteras, borran límites y distancias, reducen las diferencias”.

“Ambientes humanos, culturales y religiosos todavía ajenos al Evangelio de Jesús y a la presencia sacramental de la Iglesia representan las extremas periferias, “los confines de la tierra”, hacia donde sus discípulos misioneros son enviados, desde la Pascua de Jesús, con la certeza de tener siempre con ellos a su Señor (cf. Mt 28,20; Hch 1,8). En esto consiste lo que llamamos missio ad gentes. La periferia más desolada de la humanidad necesitada de Cristo es la indiferencia hacia la fe o incluso el odio contra la plenitud divina de la vida”.

Salida, por tanto, en todas las direcciones, también hacia el continente digital en el que se mueven los jóvenes.

¿Y qué decir de las fronteras interiores? Porque la misión, la salida implica una relativización de las propias fronteras interiores, prejuicios, sentimientos sutiles de superioridad, y cualquier actitud larvada etnocéntrica. Dejar atrás la propia tierra constituye siempre un desafío, una aventura, la posibilidad de un enriquecimiento humano y espiritual, aunque conlleva sus riesgos. La referencia suprema de la salida para nosotros es la kénosis de Jesucristo, el misterio pascual que implica una muerte y un renacer, por eso la misión es cuestión de hondas y arraigadas actitudes espirituales. Pedro y Pablo -en los relatos de los Hechos- viven y experimentan un gran salto, atraviesan fronteras interiores y geográficas, gracias a la escucha, apertura y acogida de las sorpresas del Espíritu.

Nuestra especificidad como misioneros “ad gentes” es la disponibilidad para salir fuera de nuestras fronteras, de nuestro ambiente propio (cultura, país, iglesia), también a nivel geográfico. Y si lo específico es el primer anuncio, ello implica la disponibilidad para situarnos en contextos de primer anuncio, de ahí la disponibilidad a salir.

En medio de las profundas transformaciones en curso nosotros, los misioneros y misioneras, seguimos insistiendo en lo específico nuestro, en nuestra identidad: la misión ad gentes, ad extra y ad vitam. No negamos lo evidente, que hay situaciones de primer anuncio, de misión ad gentes en nuestro países de Europa, situaciones de las que las Iglesias locales de Europa son las primeras responsables, pero consideramos que lo específico “nuestro” es seguir saliendo para anunciar el evangelio y compartir nuestra fe y nuestra preocupación por el Reino fuera de las fronteras de nuestro país, cultura e Iglesia de origen, permaneciendo disponibles al servicio de la Iglesia universal y viviendo la comunión entre Iglesias que viven el intercambio y la circularidad de dones, personas y bienes.

Y nuestra especificidad, identidad, o carisma como misioneros ad gentes recuerda a la Iglesia que existe para evangelizar, para cruzar fronteras y que no es ella la que tiene una misión, sino la misión la que tiene una Iglesia para ser realizada. Porque la misión está en el origen de la Iglesia que nace de y para la misión (EN 15). La dimensión ad gentes nunca puede quedar diluida en una misión genérica, posee un carácter de “ejemplaridad” subrayando la radicalidad de la salida, la voluntad de ir hasta el final, bien expresada en la salida “kenótica” del Cristo.

La misión nos hace entrar en contacto con la vulnerabilidad de tantas personas y de tantas situaciones dolorosas, situaciones que pueden humanizarnos, viviendo la “ternura combativa ante los embates del mal” (EG 85). El gran descubrimiento del misterio de la Encarnación es la vulnerabilidad como camino de acceso a Dios porque es ese mismo camino el que él mismo ha recorrido en su llegada hasta nosotros, camino que nos revela su amor al tiempo que nos introduce en él. Vivir a fondo lo humano introducidos en el corazón de los desafíos (EG 75), nos parece un criterio significativo de vida y acción misioneras, con corazón compasivo y mirada esperanzada (Jn 3, 16), con mirada amplia, universal, pero siempre concreta y situada en un contexto o con una perspectiva concreta, desde las periferias de nuestro mundo, desde los empobrecidos, desde los países del Sur, desde las culturas colonizadas, desestructuradas. Para contraponer a la cultura del descarte y de la indiferencia (EG 53-54) la del encuentro (EG 220.272).

Carlos COLLANTES DÍEZ sx

 

[1] Cf. Robert SCHREITER, “Los retos actuales para la misión Ad Gentes”. Simposio “Misión para el tercer milenio”. Méjico D.F., septiembre 1999.

[2] Cf. Gianni COLZANI, “Sentido teológico de la misión”, in Estudios de misionología nº 13. El decreto Ad Gentes: desarrollo conciliar y recepción postconciliar. Ed. Facultad Teológica del Norte de España. Burgos 2006, p. 49-78.

[3]Cf. David J. BOSCH, Dynamique de la mission chrétienne. Ed Karthala. Paris. 1995, p. 529-530

[4] Cf. Teología para la misión hoy. Constantes en contexto. Ed. Verbo Divino. Estella. 2009, p. 502. Los autores citan un artículo del ya mencionado R. Schreiter

[5] El origen de la misión ya no está en la Iglesia misma ya que ella es reenviada por Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II que en Ad Gentes n. 2 (cf. también Lumen Gentium 2-4) relaciona el origen de la misión de la Iglesia con el envío del Hijo y del Espíritu por parte del Padre para realizar su plan de salvación. El Concilio retoma por su cuenta la noción de Missio Dei, nacida en ámbito protestante, que considera la misión como derivada de la naturaleza propia de Dios.

[6] Cf. Stephen B. Bevans y Roger P. Schroeder. Op. cit., p 502

[7] Cf. Estos rasgos están inspirados en buena parte en una conferencia de Gabriele FERRARI sx, ex superior general de los Misioneros Javerianos. “La missione evangelizzatrice oggi. Le sfide e le nuove attese della missione”. Tavernerio (Italia) 5 noviembre 2013.

[8] Cf. Roberto TOMICHA CHAPURA, OFM “Espiritualidades misioneras interculturales”. Rev Testimonio 230, páginas 58-67, nov-dic 2008, Chile.

[9] Cf. Maurice PIVOT, “Misión en reciprocidad”, Rev. Spiritus, nº 176, páginas 28-38. 2004

[10] Cf. Eloy BUENO, “El paradigma misionológico de Francisco”, in Ante el Octubre Misioneros, La Interpelación Misionera del papa Francisco. 29º simposio de misionología (2019). Facultad Teológica de Burgos. Ed. Grupo Editorial Fonte - Monte Carmelo 2019 p. 82-85.