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  • Ivanildo Quaresma

"UNO PARA TODOS Y TODOS PARA ÉL".

12 Enero 2023 5794

El 15 de enero, la Iglesia celebra la jornada de la Infancia Misionera, bajo el lema: “UNO PARA TODOS Y TODOS PARA ÉL”. En un mundo dividido, los cristianos mantenemos la unidad en nuestra diversidad: nos ayudamos, nos perdonamos y mostramos a la gente que otro mundo es posible. La unidad siempre impacta, maravilla y cuestiona a quien se encuentra con ella. Por eso, la sintonía de la fe compartida y vivida con un mismo corazón y una sola alma puede resquebrajar las murallas de indiferencia y apatía que nuestro mundo ha levantado por Dios.

Amamos a la Iglesia, porque es comunidad (común-unidad) y comunión (común-unión), es ser todos uno en Jesús, permaneciendo en su amor. Y Él nos envía a compartir su amor con los demás, a compartir la alegría de Dios con los otros, siendo misioneros en nuestra vida.

Con esta Obra Pontificia, el Santo Padre implica a los niños del mundo para ayudar a otros pequeños como ellos en las misiones. Y cuenta también con adultos comprometidos, para que los misioneros sigan proporcionando educación, salud y formación cristiana a más de 4 millones de niños en 120 países.

La liturgia del domingo pasado nos ofrecía el relato del bautismo de Jesús integrándose, como uno más, en el colectivo de todos aquellos que escuchaban la invitación del Bautista a la conversión. A pesar de su inocencia, pasaba desapercibido entre la gente como un pecador más.

El  novelista Julien Green describe una asamblea de cristianos con estas penetrantes palabras: “Todo el mundo creía, pero nadie gritaba de asombro, de felicidad o de espanto». Los cristianos de hoy no somos conscientes de la profunda contradicción que se produce en el interior de nuestra vida cuando la apatía y la indiferencia apagan en nosotros el fuego del Espíritu. Parecemos hombres y mujeres que, por decirlo con palabras del Bautista, han sido «bautizados con agua» pero a los que falta todavía «ser bautizados con Espíritu Santo y fuego». Cristianos que viven repitiendo lo que, tal vez, aprendieron hace años, pero que carecen de su propia experiencia de Dios. Personas que se han ido creciendo en otros aspectos de la vida pero que han quedado atrofiados interiormente, frustrados en su «desarrollo espiritual». Gentes buenas que siguen cumpliendo con fidelidad admirable sus prácticas religiosas pero que no conocen al Dios vivo que alegra la existencia y desata las fuerzas para vivir. Lo que falta en nuestras comunidades no es tanto la repetición del mensaje evangélico o el servicio sacramental sino la experiencia de encuentro con ese Dios vivo. Por lo general, es insuficiente lo que se hace entre nosotros para enseñar a los creyentes a adentrarse en su interior y descubrir la presencia del Espíritu en el corazón de cada uno y en el interior de la vida. Escasos los esfuerzos por aprender prácticamente caminos de oración y silencio que nos acerquen a Dios como fuente de vida. Seguimos escuchando y repitiendo las palabras de Cristo como «desde el exterior». No nos detenemos apenas a escuchar su voz interior, esa voz amistosa y estimulante, que ilumina, conforta y hace crecer en nosotros la vida. Decimos de Dios palabras admirables, pero nos ayudamos poco a presentir a Dios con emoción y asombro, como esa Realidad en la que nos sentimos vivos y seguros porque nos sentimos amados sin fin y de manera incondicional. Para gustar a ese Dios no bastan las palabras ni los ritos. No bastan los conceptos ni los discursos teológicos. Es necesaria la experiencia personal. Que cada uno se acerque a la Fuente y beba. No deberíamos olvidar los cristianos aquella observación que hace Tony de Mello con su habitual encanto: Jamás se ha emborrachado nadie a base de pensar intelectualmente en la palabra «vino». Así de sencillo. Para gustar y saborear a Dios, no basta teorizar sobre él. Es necesario beber del Espíritu.

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