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43.- EVANGELIO, CULTURA Y ESPERANZA

21 Enero 2020
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En el artículo anterior reflexionando sobre estilos de vida, cambios individuales y colectivos, valores evangélicos, escribía que también las comunidades cristianas pueden crear futuro, esperanza y cultura, porque la Iglesia nace del Resucitado, manantial de esperanza.

La fe-esperanza nos mantiene siempre despiertos, nos pone en camino, nos empuja hacia lo desconocido. “Si tuvierais fe como un grano de mostaza…”. La esperanza vuelve fecunda nuestra vida, así nos lo indican relatos bíblicos donde aparecen ancianos sin futuro, abocados a la esterilidad (Abrahán y Sara, Zacarías e Isabel) pero se fían de ese Dios capaz de dar vida a los muertos y todo cambia, porque “la esperanza que se ve no es esperanza…” (Romanos 8, 22-24). El evangelio está llamado a echar raíces en todas las culturas fecundándolas y transformándolas desde dentro. No tiene una cultura propia, pero posee una visión específica de la vida y de esta visión surgen un conjunto de valores que configuran una determinada manera de estar en el mundo, de vivir, incluso de ser.

Tejido social

La cultura participa de la ambigüedad que rodea a todo lo humano y alberga en sus entrañas luces y sombras. Aunque el poder de nuestra cultura -posmoderna y marcada por el espíritu y determinados rasgos del capitalismo- es enorme para adormecer, distraer, hacer vivir en la superficie, banalizar la vida y mercantilizar las relaciones humanas, sin embargo no puede acallar del todo las inquietudes profundas del corazón humano, ni sofocar la sed de agua viva, de plenitud que nos habita.

La fe cristiana tiene una decidida pretensión de estar presente en al ámbito público, ya que posee un conjunto de valores que afectan a la construcción de la sociedad en sus diferentes ámbitos: económico (medios de vida y de subsistencia, de producción y redistribución de bienes, cultura de la solidaridad, sentido y límites de la propiedad, destino universal de los bienes de la creación), político (la convivencia social, el bien común, la caridad política) y cultural (todo lo relativo a las ofertas de sentido y de esperanza). El evangelio es creador de cultura, pero con un espíritu crítico, como la luz que iluminando expulsa las tinieblas, como la sal que purifica y da sabor. Y quiere ser significativo fecundando la sociedad con esos valores que aparecen con claridad en las palabras y en el actuar de Jesús de Nazaret. Hay quienes quisieran reducirnos al silencio, a la invisibilidad social pero nosotros queremos estar activos y presentes. De hecho, nadie como nosotros, NADIE está tan presente en el tejido social, a través de variadísimos grupos, parroquias, asociaciones, ongs, comunidades religiosas… Uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo es la construcción de la fraternidad en las relaciones económicas -comunión de bienes en el ámbito social y político-. En ese sentido, la fraternidad original y propia del cristianismo puede ayudar a profundizar la igualdad y la libertad haciéndolas más reales, puede corregir la deriva individualista y posesiva de la libertad propia de nuestra cultura occidental.

Autoridad y servicio

Las actitudes de Jesús son para nosotros normativas. El “poder” de Jesús es un poder para servir y entregar la vida, tal y como aparece en el relato del lavatorio de los pies (Juan 13) y está relacionado con su soberana libertad: “mi vida nadie me la quita, tengo el poder de darla y el poder de recuperarla” (Juan 10, 17-18). Un poder distinto con rostro nuevo, el del servicio y la entrega, un no-poder, el de aquel que se ha “despojado de su rango” (Filipenses 2), haciéndose el último y mezclándose entre los pecadores que esperan el bautismo de Juan para cargar con el pecado de todos y de esa manera sanar, liberar y ofrecer vida. La autoridad está en relación con la capacidad de generar vida y de servir a la vida. Y Jesús lo hace de forma paradójica, siguiendo el desconcertante obrar de Dios: entregando la propia vida. Este es el camino y el estilo de la Iglesia si quiere tener autoridad como Jesús. Estamos ante una ausencia de poder (tal y como habitualmente lo entendemos) que se revela históricamente eficaz, pero con la paradójica eficacia de la cruz, que es la fuerza de lo débil y pequeño (I Corintios 1).

Ser pequeño no significa ser insignificante. Una comunidad cristiana, sintiéndose pequeña –sobre todo si pensamos a nivel de sociedad global, de valores dominantes producidos y exhalados por la cultura dominante- puede impregnar su entorno cercano de valores evangélicos y desprender el “buen olor de Cristo”. Podemos plantar cara a ciertos antivalores con la perseverancia de las hormigas, con la certeza de nuestras convicciones, con la confianza puesta en el actuar de Dios que se apoya en lo pequeño. El aire cultural que respiramos nos resulta tantas veces “pesado”, contaminado, pero no podemos aislarnos en una burbuja artificial, ilusoria, nostálgica; podemos respirar el “aire” de Jesús, su Espíritu que él nos regaló, en la cruz, en la resurrección y en Pentecostés. Y exhalar también nosotros ese mismo Espíritu en nuestras relaciones, en nuestras comunidades.

Nostalgias estériles

Algunos, perplejos o asustados buscan seguridad en el pasado, otros quisieran enterrar el espíritu del concilio Vaticano II, ese modelo de Iglesia dialogante, abierta, Pueblo de Dios, que vive en la provisionalidad-humildad de no tener soluciones-recetas para todo, que busca en medio de la humanidad de cuyos dramas y esperanzas participa. ¿Con quién está nuestra Iglesia?, ¿al lado de quien camina?, ¿para quién vive y por quién se desvive? Preguntas que nos recuerdan la necesaria opción preferencial por los más débiles, vulnerables y olvidados. Una opción que no es una moda sino expresión necesaria de fidelidad, de sintonía con las opciones de Jesús mismo, de comunión con el corazón compasivo de Dios revelado por todos los profetas bíblicos y actuales. Jesús se despojó de su rango, se vació (Filipenses 2). La Iglesia está llamada a vivir ese mismo vaciamiento, a no hacer de sí misma el centro. El centro es el Reino a cuyo servicio está y su horizonte el mundo al que es enviada. El centro es Dios, su proyecto de comunión y de unidad. Y la Iglesia es sacramento de esa unidad.

El mundo es lugar donde actúa la salvación de Dios para hacer nuevas todas las cosas y la encarnación de Jesús es el signo más elocuente. La promesa de salvación está dirigida al mundo, por ello el mundo es el horizonte de la misión porque es el escenario del actuar de Dios y en él se hace presente el Espíritu. La historia a pesar de todo es historia de salvación, historia del amoroso “esfuerzo” divino, de su pedagogía, de su perseverancia, de su actuar y hablar a veces discreto, de su esfuerzo por vencer nuestras resistencias y rechazos. Y este esfuerzo divino va siempre acompañado de compasión, de paciencia, de magnanimidad. Por eso nos preguntábamos también, ¿qué rostro de Dios hacen visibles nuestras comunidades?

Lo suyo, lo nuestro

La misión de la Iglesia no es exclusivamente religiosa como si debiera permanecer ajena a los problemas políticos y económicos y limitarse a ayudar a sus fieles en su santificación individual. La fe tiene innegables exigencias sociales ya que nada humano nos es ajeno. Si quiere seguir fielmente a Jesús, la Iglesia debe buscar la salvación integral del hombre, que abarca a las personas concretas, los pueblos, las estructuras y las instituciones creadas por el hombre. Voces interesadas exigen a la Iglesia que «se dedique a lo suyo». Y ¿cuál es lo suyo? Si nada humano nos es ajeno, «lo suyo» -lo nuestro- será actuar animada por el mismo Espíritu de Jesús que se sabía «enviado a dar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos... y a dar libertad a los oprimidos».

En el concilio Vaticano II dos imágenes aparecen con fuerza: Iglesia Pueblo de Dios e Iglesia sacramento universal de salvación. La primera nos sirve para vivir la fraternidad de puertas adentro, la segunda para estar presentes en la sociedad, en la historia, en el mundo al servicio del Reino, del sueño de Jesús. Un pueblo fraterno y servidor, peregrino y esperanzado.

“La misión en nuestra vida”

Marcos 4, 26-32. Dos pequeñas parábolas rebosantes de esperanza. En la ambigüedad de nuestra historia con sus sombras, dramas y dolores, el Reino de Dios está ya presente como semilla, como fuerza oculta, como vida escondida, como poder lento y silencioso. El Reino es Jesús, árbol de esperanza que cobija a todos y que tras haber pasado por un “duro fracaso” –otro árbol, el de la cruz- “fracaso” de entrega, de muerte, de amor, de vida, se yergue en medio de la historia, invitándonos a caminar tras él, a vivir con él y como él.

P. Carlos COLLANTES DÍEZ