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45.- MISION: ENCUENTRO CON EL ROSTRO DE DIOS

03 Noviembre 2020
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«Oigo en mi corazón: “buscad mi rostro”. – Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Salmo 26, 8) ROSTRO. AUSENCIA. BELLEZA. La misión en cuanto aventura personal comienza con una invitación, con un encuentro, con un rostro que al inicio apenas se adivina, se intuye, se entreve… ROSTRO.

Moisés vivió un encuentro intenso e inolvidable descrito en el episodio de la zarza ardiente (Éx 3 y 4). Un fuego se apoderó de él y lo acompañó e iluminó durante toda su vida convertida en misión liberadora al servicio de su pueblo. Un fuego devorador, un rostro grabado para siempre en el corazón. “Descálzate, la tierra que pisas es sagrada…” (Éx 3,5). Despójate de certezas, seguridades, pretensiones y camina descubriendo lo necesario en cada etapa del camino. Una etapa lleva a otra. Así es la misión, la vida en el Espíritu. Y entre etapa y etapa, la confianza en quien envía. Un rostro peregrino que va cambiando y te empuja a caminar…  AUSENCIA.

A Pablo, la intensidad de ese rostro le dejó ciego durante unos días y barrió, como viento impetuoso, todas sus certezas interiores a las que permanecía tercamente aferrado, y en las que basaba ciegamente su perfección espiritual perseguida a fuerza de voluntarismo asfixiante. Aunque, ciego tal vez lo estaba antes. Ahora empezaba a ver, no con sus ojos, sino con los de Jesús. Y ese rostro lo acompañó siempre, fue su tesoro más grande, escondido en su fragilidad humana (II Cor 4, 7-17); un rostro que él mismo siguió descubriendo, acogiendo místicamente, a golpe de gracia, de libertad durante toda su vida (Flp 3, 4-14)… BELLEZA

Contemplativo en la acción

Moisés, Pablo espejos y modelos universales y permanentes de toda vocación-misión. Fueron sublimes y de enorme eficacia e influencia histórica. Y sin embargo antes, el primero se retiró para salvar el propio pellejo, huyendo del faraón, huyendo de su liberación fracasada; quería salvar a sus hermanos con sus solas fuerzas, con sus cálculos humanos y terminó buscando una vida apacible (Éx 2, 11-23). Y Pablo vivía ciego o cegado por la rabia, prisionero de la ley y de la búsqueda de la propia perfección con su esfuerzo escrupuloso, inhumano hasta que Cristo lo liberó. De la mano de ambos podemos agradecer, revivir, actualizar nuestra pequeña misión. El verdadero misionero es el contemplativo, el místico.

«… El misionero ha de ser un “contemplativo en acción”. El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, sino es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: “Lo que contemplamos… acerca de la Palabra de vida…, os lo anunciamos” (I Jn 1, 1-3)». (Redemptoris missio 91)

“Tu rostro buscaré”, se exclama el incansable buscador de Dios, el místico. No se puede ver a Dios y seguir vivo, es una gran convicción que atraviesa todo el AT. Por eso Elías, al paso de Dios, se cubre el rostro. Y Dios no está donde él se imaginaba ni como él se imaginaba (I Re 19). Ver tu rostro y morir, o vivir de otra manera, quedar marcado para siempre. Entrever el rostro de Dios y hacer de la vida una peregrinación, marcada por la sed de justicia y fraternidad, por el anhelo de un amanecer sonriente, luminoso para todos.

Los “expertos”

Somos pálidos, muy pálidos reflejos de Dios. Jesús es el rostro humano de Dios. Siglos esperando a Dios y cuando llega tiene que entrar sin triunfalismos, irreconocible, como un clandestino, sin papeles: “vino a los suyos y los suyos no le acogieron” (Jn 1, 11). Los “expertos” -escribas y fariseos de todos los tiempos- no le hubieran dado el “certificado de origen”, pero afortunadamente entró en nuestro mundo, se coló sí, atravesó las fronteras, todas las fronteras. Disfrazado, por supuesto. No ha hecho otra cosa, Dios, que disfrazarse, para estimular nuestra búsqueda, para decirnos cuanto nos quiere, para arrancarnos una sonrisa. Sí, a Dios le van los disfraces, por eso nos prohíbe hacer imágenes de él, todas le vienen infinitamente cortas, insuficientes, inadecuadas (Éx 20, 4-5).

Y sin embargo Dios tiene una imagen, y una imagen de la imagen. Una auténtica y desfiguradas muchas otras. La auténtica –Jesús- en su pasión por parecerse a nosotros aparece también con un rostro desfigurado, para que en nosotros brille la luz. “A Dios nadie le ha visto jamás… “. “Quien me ve a mí ha visto al Padre…” (Jn 1,18 y 14,9 y Col 1, 15). El rostro de Jesús oculta y manifiesta al mismo tiempo a Dios, es un rostro herido, desfigurado en la pasión, a causa de nuestro rechazo y desamor y a causa de su amor. Un rostro deslumbrante, atrayente en la trasfiguración. Su bondad atrae y trasfigura todas las cosas. Apartamos nuestra mirada ante su rostro herido porque no tiene “ni presencia ni belleza” (Is 53), o bien quedamos cautivados porque su rostro resplandece como el sol (Mt 17, 2). Jesús -rostro humanado de Dios, rostro divinizado del hombre- sana corazones heridos, rostros abatidos, toca leprosos o se deja tocar por mujeres declaradas impuras por los “expertos”. Y de esta forma limpia en todos, la imagen escondida u oscurecida del Padre. En los rostros, corazones y vidas heridas Jesús descubre una llamada especial y quiere hacer brillar el amor de Dios. Un Dios que no nos oculta su rostro, simplemente nos muestra un rostro desconcertante, en el que su gloria está oculta. A veces es el rostro importuno, desagradable y molesto de tanto “varón de dolores” (Is 52, 14 y 53,3), por eso se trata de aprender a mirar con mirada penetrante, no superficial, ni huidiza.

Pluralidad y comunión

La misión es o debe ser un ejercicio constante de lucidez para descubrir el rostro de Dios presente, disfrazado, desfigurado. Y caminando, el corazón se va llenando de rostros, de nombres, de historias, de “tierra sagrada” (Ex 3,5), tierra elocuente y digna de respeto, tierra que grita. Y en medio del dolor, de la lucha, de las heridas -al igual que Jacob- (Gn 32, 25-31) se vislumbra el amanecer, la luz, la paz; y continúas tu camino con una música en el corazón que no cesa de resonar en tonos distintos, con ritmos distintos, el ritmo de todo lo humano, el tono de lo divino.

Sin Jesús resucitado no es posible la justicia, hubiera triunfado la injusticia más hiriente. Y ¿la belleza? Tampoco hubiera sido posible, nos hubiéramos quedado para siempre y sólo con ese “varón de dolores, desfigurado”, como última imagen. Esa imagen transformada en vida y belleza, tras la resurrección, tiene que ser “reproducida” en la vida interna-comunitaria de la Iglesia.

¿Podemos, como Iglesia, ofrecer al mundo el testimonio de la comunión dentro del respeto a la pluralidad, el testimonio de creyentes que viven en común, que comparten lo esencial del evangelio a pesar de sus diferencias de sensibilidad? En el libro de los Hechos de los Apóstoles algunos ministerios nacen de un conflicto y de una necesidad de mayor fraternidad -los diáconos-, y por encima de diferentes sensibilidades se ponen admirablemente de acuerdo sobre lo esencial en el primer concilio, el de Jerusalén. El anuncio tal vez más transparente del evangelio viene de la vida interior de la comunidad cristiana, de la comunión fraterna, del compartir, de su servicio desinteresado, del gozo compartido, del respeto recíproco, de la confianza en el hermano. La comunión se convierte en una fuerza atractiva y profética.

Podemos ser y vivir, en nuestra sociedad, como comunidades abiertas y acogedoras, de escucha y de diálogo sobre todo con aquellos que buscan un sentido a sus vidas. La Iglesia una comunidad de sentido, ya que en su corazón a veces herido, esconde un manantial de aguas vivas (Jn 7, 37-39), una fuente de plenitud y de esperanza: Jesús rostro cercano y misericordioso de Dios. Y nosotros, como Iglesia, ¿qué rostro, qué imagen de Dios presentamos? 

“La misión en nuestra vida”

Juan 15. Raíces, savia, poda, envío, fecundidad, gozo… Permanencia. Texto profundo que nos revela la permanente relación entre mística y misión y el secreto de la verdadera fecundidad apostólica.

Hechos de los Apóstoles 6, 1-7. Un conflicto no escondido sino vivido con fe y en clima de oración y discernimiento, con espíritu fraterno y buscando lo esencial y el mejor servicio a la comunidad, alumbra una realidad nueva.

P. Carlos COLLANTES DÍEZ sx