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46.- ROSTRO DEL HERMANO SACRAMENTO DE DIOS

03 Noviembre 2020
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¿Qué rostro, qué imagen de Dios presentamos como Iglesia? “La Iglesia en la tierra es siempre peregrina. Aun siendo santa por institución divina, sus miembros no son perfectos y, por tanto, llevan el signo de los limites humanos. De ahí que su transparencia como sacramento de salvación se ofusque. Por eso la Iglesia misma «en cuanto humana y terrena», y no sólo en sus miembros, siempre tiene necesidad de renovación y reforma”. (Cf. Diálogo y Anuncio nº 36).

Años antes, Pablo VI escribía en la Evangelización del mundo contemporáneo: “La Iglesia… permanece como un signo, opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia”. (EN 15) Cristo es el tesoro más grande que tenemos en la Iglesia, el regalo más hermoso que Dios ha hecho a la humanidad y nosotros los cristianos sentimos la necesidad de compartir ese tesoro, a pesar de ello nuestra Iglesia debe de ser una Iglesia que busca, escucha y aprende porque somos peregrinos junto con otros hermanos. Dios es único pero a él llegamos por distintos caminos, y nosotros no poseemos el monopolio de la bondad ni de la verdad. ¡Fuera de nuestros muros existe tanto bien!

Nuevas posibilidades

Cuando la comunidad eclesial vive inmersa en una sociedad tradicional, jerarquizada y homogénea, esta misma homogeneidad se refleja en ella. ¿Qué sucede cuando la sociedad en la que la comunidad eclesial está inmersa se transforma en una sociedad pluralista y multicultural? La homogeneidad eclesial sufre tensiones y la pluralidad socio-cultural tiene su reflejo en las conciencias, percepciones, sensibilidades, opciones de los creyentes.

Hace tiempo que nuestra sociedad dejó de ser homogénea, caminamos hacia una sociedad culturalmente diversa y religiosamente pluralista. Y en el seno de nuestra Iglesia, aunque creemos en el mismo Señor, existe la diversidad cultural y de proveniencias, reflejándose en ella la composición de la sociedad. Pero podemos ser algo más que un simple reflejo. ¿Qué hace falta para ser estímulo y testimonio de convivencia fraterna, serena, respetuosa e integradora de las legítimas diferencias, de la diversidad? Estamos ante un permanente desafío, ante posibilidades siempre nuevas. ¿Y si fuera una ocasión para descubrir y vivir la riqueza de dones y carismas regalados por el Espíritu? La Iglesia ofrece imágenes variadas a nuestra sociedad según los grupos que la forman, los ámbitos en los que trabaja, los compromisos que vive. Y siempre hay situaciones de nuestra vida comunitaria -imágenes- que podemos mejorar como la acogida de los inmigrantes en nuestras comunidades y celebraciones.

Si en nuestra sociedad, en nuestros barrios la realidad social es claramente multicultural ¿por qué no en nuestras parroquias? Y ¿por qué nuestras celebraciones son tan poco atractivas? Algunos de los hermanos que llegan comparten nuestra fe, sin embargo les cuesta acercarse a nuestras parroquias, a nuestras celebraciones; en ese caso tendremos que salir a buscarlos, a invitarlos a participar en nuestras comunidades como miembros de pleno derecho. No basta con acoger, que ya es mucho, tendremos que dar un paso más, ya que a muchos de ellos a causa de la distancia cultural -vivir en una sociedad que tiene otros valores y referentes culturales- distancia que genera sentimientos de temor e inseguridad, les cuesta y costará dar el primer paso. Por eso nos toca anticiparnos, invitarlos fraternal y respetuosamente, si son cristianos, a participar de la vida de nuestras comunidades. El camino no es fácil de recorrer, pero de esta forma seremos una comunidad abierta y acogedora con quienes creen en le mismo Señor y comparten nuestra fe.

El empuje del Espíritu

La Iglesia descubre y vive su identidad cuando sale de sí misma, de sus muros, de sus certezas. La situación actual nos está invitando a crear comunidades de rostro multicultural, es un desafío, una urgencia, y para ello hay que salir; la actitud misionera nos empuja en esa dirección.

También en los inicios costó salir. La identidad no es algo que la Iglesia tuvo dada desde el principio, la fue descubriendo poco a poco y la descubrió en la medida en que salió y se hizo misionera. Y desde entonces la identidad está en ese salir ya que, al no ser fin en sí misma, la Iglesia no vive para sí sino al servicio del Reino. Los Hechos de los Apóstoles nos descubren una Iglesia en permanente salida: sale Felipe –empujado por el Espíritu- al encuentro del etíope, sale Pedro –forzado por el Espíritu- al encuentro de Cornelio, salen Pablo y Bernabé –animados por el Espíritu- atravesando fronteras al encuentro de nuevos pueblos.

¿Y nosotros no nos vamos a dejar empujar? Si la Iglesia no sale y se queda encerrada dentro de sus muros, por confortables o seguros que parezcan, se convierte en un gueto lleno de certezas aseguradoras, válidas sólo para los de dentro. Fuera, a la intemperie, nos aguarda -porque él mismo nos empuja- el Espíritu. Salir para ofrecer de manera respetuosa, humilde la Buena Nueva que llevamos, el tesoro de la fe-salvación en Jesús, también para aprender y seguir creciendo. ¡Si hasta Jesús se dejo sorprender por una mujer pagana que de alguna manera le forzó a curar a su hija, a ofrecer la salvación fuera de las fronteras del judaísmo! (Mateo  15, 21-28). Y fuera había una enorme fe.

Fuera de sí

No podemos seguir viviendo como una fortaleza asediada porque los tiempos son duros y fuera reina la indiferencia o la increencia, o no nos entienden. ¿No necesitaríamos también nosotros hacer el esfuerzo de entender a quienes no nos entienden y escuchar sus críticas, algunas legitimas? Sí, escuchar los deseos y búsquedas que esconden ciertas críticas y las interpelaciones a una mayor coherencia y fidelidad por nuestra parte. Abrir las puertas y salir para oxigenarnos de nuevo con el viento fresco del Espíritu, con los rostros e historias de otros hermanos.

La situación actual es un momento de gracia, una oportunidad nueva para la Iglesia, para la misión. Recuerdo la lucidez del ya fallecido arzobispo de Yaundé que ante el aflujo masivo migratorio de las zonas rurales a la ciudad, no cesaba de repetir “la ville une chance pour la mission”, (la ciudad una oportunidad para la misión). Los tenemos a las puertas, acojamos a quienes creen en Jesús y anunciemos el evangelio a quienes no lo conocen. La misión empuja a la Iglesia a vivir con las puertas abiertas y a ir siempre más allá de sí misma, la lleva a la vida de la gente, a la historia cotidiana, al mundo. La misión lleva a la Iglesia “fuera de sí”, de sus muros, de sus certezas, de sus dogmas, de sus seguridades, fuera del cenáculo donde los discípulos vivían prisioneros del miedo. El Espíritu rompe muros y deshace miedos. Y la misión está “en otra parte”, más allá” (“vamos a otro lugar que para esto he sido enviado”, dirá Jesús cuando le quieren retener y acaparar su presencia y sus beneficios). El Espíritu, como el amor de Dios, no conoce fronteras.

Ser evangelio

Jesús es al mismo tiempo evangelio de Dios y evangelizador de los hombres. Ser evangelio. ¡Qué sencillo y qué bonito! Esa es nuestra tarea y nuestro desafío como Iglesia: ser Buena Nueva de Dios, de un Dios que nos ama; y sin embargo, ¡cuántas veces nos perdemos en normativas, en cosas secundarias, accesorias!

La búsqueda de Dios –la acogida y construcción de su Reino- pasa siempre por la mediación del prójimo, sobre todo del prójimo necesitado, vulnerable, marginado. La verdadera espiritualidad –la fidelidad al Espíritu- nos lleva al compromiso por la transformación de la sociedad, de lo contrario no es espiritualidad, sino espiritualismo, es decir, huida del mundo, de la dura realidad, refugio en un intimismo asegurador y tranquilizante. Ojala nuestra Iglesia –rostro luminoso y opaco al mismo tiempo de Cristo- se presente en nuestra sociedad como una comunidad de escucha y de diálogo, acogedora de aquellos que buscan un sentido a sus vidas y siempre atenta para reconocer y acoger el rostro de Dios en cada ser humano. Todo un desafío. 

“La misión en nuestra vida”

 

Hechos de la Apóstoles 10. El Espíritu tuvo que vencer las enormes resistencias de Pedro, sus prejuicios culturales, religiosos, sus rechazos instintivos.

II Corintios 3, 17-18 y 4, 6. La luz de Dios en el corazón y su imagen-resplandor en nuestras vidas personales y comunitarias.

Mateo 15, 21-28. No todos, en la comunidad de Mateo, acababan de “digerir” y aceptar cordialmente la presencia de cristianos procedentes del paganismo, de otras áreas culturales. Sin embargo el don de la fe no conoce fronteras.

P. Carlos COLLANTES DÍEZ sx