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47.- MISION: RAICES Y VINCULOS

03 Noviembre 2020
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Son abundantes las imágenes bíblicas que hablan de solidez o de fecundidad. Desde “el Señor es mi roca” de los salmos, hasta Cristo la piedra angular (Mateo 21,42 y Efesios 3, 18-20). Sin olvidar la exhortación evangélica a construir la propia vida de manera sensata (Mateo 7, 24-27). O bien desde el árbol plantado junto al agua (salmo 1, 3), hasta la semilla que da fruto sin que el labrador sepa cómo (Marcos 4, 26-29), sin olvidar la exigencia de la ley de la vida-fecundidad, la parábola concretada históricamente en Jesús: grano de trigo que cae, muere y da un fruto inmenso (Juan 12, 24). Solidez y fecundidad tiene que ver con el cultivo de las raíces y la aceptación o creación de vínculos.

Flexibilidad, movilidad, cambio frecuente, incertidumbre, corto plazo, precariedad… rasgos socio-culturales que están presentes en el mundo laboral, en las relaciones humanas; rasgos exaltados por ciertas corrientes interesadas que piensan en la eficacia, la rentabilidad, la utilidad, los beneficios, el éxito. El “usar y tirar” aplicado a numerosos objetos de consumo también se aplica desgraciadamente en las relaciones laborales a las personas que se convierten en “objetos” prescindible y desechables. Lógica invasora de usar y tirar que se vive igualmente en las relaciones humanas efímeras, interesadas, sin compromiso. Entonces ciertas realidades resultan difíciles de vivir y hasta de comprender como la permanencia, la fidelidad a las propias convicciones, el compromiso,  la estabilidad. Se secan las raíces que nos vinculan a una familia, a una cultura, a una tierra, a una historia, y se enfrían los vínculos que nos unen a las personas, con quienes vivimos y construimos esa historia. Y el amor tiene que ver con las raíces y los vínculos.

Amores que “atan”

Hay quienes prefieren vivir relaciones superficiales y que no comprometan demasiado, para otros la misma idea de relación, sobre todo si es duradera, es negativa porque implica la idea de “ataduras”. Curioso. El verdadero amor es una atadura, atadura que libera y llena el corazón de gozo aunque incluya momentos de sufrimientos y de sacrificio. Sí, hay ataduras que liberan y hay “libertades” que, antes o después, se transforman en cadenas y las cadenas esclavizan, mientras que las ataduras, libre, consciente y generosamente aceptadas por amor liberan el corazón y la vida. Y Jesús ha venido para liberar nuestra libertad herida o encadenada.

Aunque somos peregrinos tenemos raíces, llegamos al mundo con raíces humanas e históricas (una familia, un pueblo, una cultura), con raíces espirituales (apertura al Misterio, a Dios). Y el mundo, la historia son algo más que una triste sala de espera en la que dejamos correr el tiempo sin horizonte ni finalidad. No somos náufragos sin dirección ni meta. Cierto es que algunos de nuestros contemporáneos parecen no tener raíces, se dejan simplemente llevar sin rumbo fijo, a la deriva y no creen que haya nada realmente decisivo por lo que valga la pena comprometer la existencia, como si las relaciones hubieran perdido su seriedad y consistencia.

Tener raíces no significa ser inamovibles, aferrarse a seguridades y certezas, la fe no es algo estático, al contrario nos pone en camino y nos ayuda a relativizar buscando lo esencial: el Rostro de Dios en el hermano. Salir, ponerse en camino como Abraham, siguiendo un Rostro, una Palabra, una promesa. (Gen 12, 1-4a). Un Rostro que siempre nos precede y va por delante. Dios tiene la costumbre de ir por delante. Abrahán era anciano y tenía motivos para pararse, sentirse desalentado y negarse a seguir caminando: el cumplimiento de la Palabra-promesa de Dios tardaba en hacerse realidad. Pero confía, su vida se vuelve fecunda, y se convierte en la raíz de un pueblo de creyentes, creando vínculos universales e históricos de fe (Romanos 4, 16-25).

Caminar confiado

Ciertamente, al ponerse en camino hacia lo desconocido, Abrahán relativiza sus raíces: su terruño, su pasado, sus costumbres, su clan, su cultura, y al relativizarlas busca lo esencial, que le ha salido al encuentro en forma de Palabra y de promesa y vive abierto a la novedad. Caminaba, nos dice la carta a los Hebreos, “sin saber a donde iba…” (12,8), caminaba hacia un futuro incierto y no controlable, pero caminaba confiado en quien lo había llamado. Dios le cambia el nombre, es decir, su Palabra acogida con confianza (y con dolor por la oscuridad que la fe implica) le irá confiriendo una nueva identidad. Será padre, fecundo sí, pero de forma distinta a la imaginada y los plazos no los marcará él. Abrahán, peregrino de la fe, caminaba aparentemente sin raíces, sin embargo tenía raíces profundas, esenciales porque se fía de Dios.

En las raíces de nuestra identidad encontramos la fe, los valores evangélicos y la apertura -desde nuestra fragilidad y precariedad- al Misterio. La relación con Cristo es una raíz fecunda ya que en él somos criaturas nuevas y gracias a él nuestra identidad se enriquece y transforma. El cristiano no es tal ni se entiende sin una vinculación existencial y afectiva con Jesucristo.

“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… si permanecéis en mí daréis mucho fruto…” (Juan 15) Preciosa imagen evangélica que nos habla de raíces, de vínculos, de permanencia, de vida compartida y solidaria que fluye y es fecunda, que se abre al futuro, a la abundancia y a la esperanza. Enraizados en Jesús, en su vida, en su savia, en su entrega y en su fidelidad, unidos entre nosotros por vínculos de mutua dependencia fraterna y solidaria –necesaria para crecer- la vida se transforma. Es imposible construir una comunidad sin raíces, Cristo es nuestra piedra angular, la vid que nos nutre y mantiene unidos. Por eso la Iglesia sabe que tiene un inmenso patrimonio espiritual que ofrecer a la humanidad: Cristo, proclamado y vivido como “camino, verdad y vida”.

Hogar confiado

La Iglesia, Pueblo de Dios peregrino con raíces hondas, con una memoria de amor en sus orígenes y en sus entrañas, se constituye como familia universal, como pueblo creador de vínculos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos…” (Mateo 28, 19-20) porque el Resucitado, Presencia que lo invade y lo penetra todo, nos empuja a la misión y nos vincula con la historia, con el futuro, con el Reino a acoger y construir. Reino de justicia y de paz.

Nuestras raíces se hunden en el amor trinitario del Dios creador de comunión -esa es nuestra vida y nuestra fuerza-, y nos acompañan vínculos de fraternidad con los hermanos -esa es nuestra tarea y nuestra fuerza-. Somos hijos y hermanos. Jesús nos lo revela y realiza. Es su pasión, dedica su vida entera a hacernos más cercano a ese Dios compasivo y misericordioso. El es trasparencia del Dios de corazón y brazos abiertos, y por eso acepta perder su vida con total lucidez y libertad para derribar el muro que nos separaba (Ef. 2, 11-22), para hacer posible la fraternidad universal. Hacernos más conscientes de nuestra dignidad de hijos e hijas amadas de Dios, hacer crecer la fraternidad. Esta es su pasión y nuestra verdadera misión como Iglesia.

La Iglesia está llamada a ofrecer motivos y razones para vivir más allá de los valores dominantes al uso como la eficacia, la rentabilidad, la utilidad, los beneficios, el éxito y el triunfo social o el pragmatismo miope… Cuando alguien se aleja completamente de su “hogar”, viviendo sin raíces camina a la deriva y pierde su alma. Algo de eso vivió el hijo pródigo, y todos los somos. Pero vuelve y recupera su hogar, su dignidad, su identidad y al Padre. Dios es su hogar, nuestro cálido hogar. Y nuestra misión es construir juntos ese hogar común, hacer de la tierra un hogar para todos -aunque nunca lo será del todo-, por eso el Reino, prometido a todos, es futuro, y la misión está al servicio de ambos, del hogar y las raíces, del Reino y de los vínculos, del futuro y la esperanza.

Dios en su Hijo ha establecido con la humanidad entera un vínculo de amor indisoluble y definitivo, los cristianos encontramos en ese vínculo la raíz, el fundamento y el estímulo de nuestra esperanza. Nuestra misión es hacer visible ese vínculo. 

“La misión en nuestra vida”

Oseas 14, 1-11. Dios nos atrae con lazos de amor y de cariño porque se conmueven sus entrañas… La propia experiencia dolorosa del profeta le ayuda a descubrir y hacer visible el rostro materno de Dios.

“Dime con quien andas y te diré quien eres”. ¿Con quién anda y se vincula Jesús? Con publicanos, pecadores y otras gentes “señaladas”. Mateo 9, 9-13. Por eso le critican y se defiende revelando su verdadera identidad, es la encarnación del rostro y del corazón misericordioso de Dios. Lucas 15.

P. Carlos COLLANTES DÍEZ sx