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  • Carlos Collantes Díez

DESDE UN RINCÓN DEL CHAD

11 Julio 2016 1087

 

El Chad en nada se diferencia de los demás países del Sahel en los que, en los años de sequía, para poder beber o comer es necesario hacer todos los días auténticos malabarismos. Nosotros hemos adquirido de nuestra historia el triste título de ser el país de los mercenarios, siempre dispuesto a dar soldados al ejército colonial francés. Una mala reputación que se ha mantenido hasta nuestros días.

El descubrimiento del petróleo hubiese podido hacernos recuperar el retraso en el desarrollo económico, pero la preocupación por la seguridad militar ha prevalecido sobre todo lo demás. En los últimos diez años hemos emprendido un camino de desarrollo a través de la realización de unas infraestructuras con buenas perspectivas de cara al futuro, esperando que la poca preparación y la corrupción no comprometan el actual compromiso del gobierno.

África parece ser un continente maldito que rechaza a sus hijos y los hace ir vagando entre soldados bárbaros y drogados, que ni siquiera saben porque han tomado las armas, que destrozan, violentan y matan. A pesar de todo, Dios ama a África y la ha favorecido con muchas riquezas que abundan en la tierra y en el subsuelo. Lo cual, a lo largo de toda su historia, ha provocado la codicia de los demás continentes y sus riquezas han sido el origen de sus males y de los repetidos saqueos de sus múltiples recursos.

Europa aparece como el nuevo Eldorado para muchos jóvenes africanos, que en el horizonte ven tan sólo la costa al otro lado del Mediterráneo. Al ver a un campeón de football o a una vedette de la canción de éxito, imaginan que podrán ganarse la vida fácilmente sin reflexionar qué otro trabajo pueden hacer. Pero lo que muchos de nuestros jóvenes ignoran es que la cultura europea ya no tiene su fundamento en los valores del cristianismo. El europeo, que aquí llamamos “nasara” (el discípulo del “nazareno”), ya no es tan cristiano como se podría suponer. Lo peor es que nuestros jóvenes no comprenden que los países ya no ofrecen hospitalidad y no sólo por las dificultades que hay para poder entrar legalmente. Europa es un sueño lleno de pesadillas. Los que, empujados por la desesperación o por la búsqueda de una vida mejor, ahorran y se endeudan para intentar la travesía del Mediterráneo, se preparan al suicidio.

El mundo, aunque el sistema de las Naciones Unidas esté bien estructurado, se parece a un estadio donde todos los juegos están organizados al mismo tiempo. Unos juegan sin reglas. Otros practican el mismo deporte pero con reglas diferentes. Los árbitros, si es que los hay, no tienen en cuenta las faltas de los grandes mientras castigan severamente a los pequeños que pretenden jugar como los grandes.

Sólo los grandes pueden producir, según su voluntad, gases de efecto invernadero, desarrollar la energía nuclear, poseer la bomba atómica, determinar el precio de las materias primas que extraen en los países de los pequeños, decidir el control y la reducción de las tasas de natalidad e imponerles gobernantes impopulares.

La Iglesia, vista durante siglos como una organización extranjera, ha mantenido durante mucho tiempo el calificativo de “misión católica”. Sólo después del primer Sínodo africano, se ha dado el nombre, muy apropiado, de “Iglesia-familia de Dios”. Entre nosotros se dice que el nombre influye en la persona que lo lleva y determina su carácter.

Este nombre nos permite superar todas las diferencias artificiales de la cultura o de la riqueza que en el pasado fueron, muy a menudo, causa de conflictos para transformarlas en recursos complementarios en la construcción de una fraternidad nueva y universal en torno a Cristo, considerado como “hermano mayor”.

Nos ha impactado favorablemente el hecho de que la primera preocupación de Papa Francisco haya sido de colocar a la familia como fundamento de la sociedad y de la Iglesia para poder restaurar la humanidad burlada por las distorsiones y por los graves atentados que la cultura occidental impone a la familia.

No me canso de contar la bonita experiencia que he vivido en mi reciente estancia en Roma, huésped en la residencia Santa Marta: una vida de familia con el Papa, bajo el mismo techo y compartiendo la mesa eucarística y la otra mesa, en el comedor.

Nuestra manera de entender, aparentemente ingenua, característica de nuestro ambiente socio-eclesial nos permite comprender mejor y vivir la bienaventuranza de los humildes: “Dichosos los pobres en el espíritu…”

Mons. Edmond Djitangar Obispo de Sarh – Chad

* Reflexión traducida de la revista “Missione Oggi”.

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