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  • Carlos Collantes Díez

22 DICHOSOS LOS MISERICORDIOSOS...

25 Marzo 2019 2936

…porque alcanzarán misericordia”.

No encontramos esta bienaventuranza en el evangelio de S. Lucas, a pesar de ser el evangelista que más insiste en la misericordia. Es bien conocida su célebre parábola del hijo pródigo o más bien de “el Padre de la misericordia”. La encontramos en la versión de S. Mateo y con ella, el evangelista nos señala las condiciones para seguir a Jesús en el camino del Reino, de manera coherente y gozosa. Al proponernos esta actitud humanizadora, nos está indicando cómo ser felices siguiendo a Jesús.

Ya hemos dicho que las bienaventuranzas son una propuesta de caminos que llevan a la felicidad, siendo también el fundamento que legitima un compromiso de transformación social en el ámbito público: político-económico y socio-cultural. Dichosos los que acogen el Reino y colaboran en su construcción. No se trata de cualquier felicidad, sino la relacionada con el Reino y su justicia, con la entrega de la propia vida, con el servicio desinteresado, con el desprendimiento de sí, con la liberación del propio ego. Es la felicidad de quienes buscan, quieren, trabajan por un mundo mejor y más humano. Una dicha posible en medio de las lágrimas o del conflicto ya que todo esto forma parte de nuestra condición humana.

Para ambos evangelistas, la clave siempre es Jesús y el Reino que él anuncia y hace presente. En una versión –la de Mateo- parece subrayada más la tarea que se presenta al discípulo, tarea siempre acompañada por la gracia; en otra –la de Lucas- se subraya el don gratuito del Padre, revelado en los criterios y las opciones de Jesús, en sus preferencias y acercamiento a los más vulnerables.

Donde Mateo habla de perfección, Lucas habla de misericordia, ya que la perfección según la espiritualidad evangélica consiste en el amor fraterno llevado a sus últimas consecuencias, incluso al enemigo; amor que revela nuestra común identidad de hijos e hijas del Padre misericordioso. Quien ha experimentado el inapreciable don del perdón intentará compartir ese mismo don, ofreciendo perdón y misericordia. Para el que sabe amar en profundidad todo es perdonable.

Abrazo liberador

Comenzamos con una historia del Antiguo Testamento bien conocida, la historia de José (Génesis 37-50) vendido por sus hermanos, para fijarnos en su gesto final: un BESO, un ABRAZO inundado de lágrimas (45, 1-15). José se hace reconocer por sus hermanos y al abrazarlos los baña, -los purifica podríamos decir- con sus lágrimas. “… después besó, llorando, a todos sus hermanos” (45, 15). Un abrazo que perdona y libera, un abrazo acompañado de llanto; un beso de paz a sus hermanos que permitirá a su padre Jacob abrazar de nuevo a todos sus hijos y reunirlos gracias a la misericordia de José, maltratado –años antes- por sus propios hermanos. Un beso de paz que ofrece el hermano inocente capaz de perdonar. “No tengáis miedo. ¿Soy yo acaso Dios? Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos. Por tanto, no temáis… Y los consoló hablándoles la corazón” (50, 20-21)

Con su abrazo de perdón y de paz, José envuelve a sus hermanos en una atmosfera de bien, superando así su anterior solidaridad o complicidad en el mal. El perdón vence siempre al odio y desbarata cualquier espíritu de rivalidad y enfrentamiento.

Misericordia y justicia

 José, un personaje bíblico que, como otros, es símbolo y figura de lo que hará Jesús mismo. Con sus brazos extendidos por amor en la cruz, con la libre entrega de su vida hará que caigan muros y barreras, odios y divisiones y que la reconciliación sea posible para la entera familia humana (Efesios 2).

Un abrazo que nos revela la definitiva victoria sobre el mal; que el mal, por mucho que golpee -y golpea dramáticamente- no tiene la última palabra. Por eso, la misericordia, al tiempo que nos hace descubrir la importancia de la gratuidad, no nos permite olvidar o silenciar la necesaria y urgente necesidad de la justicia. Porque el primer deber de la misericordia es la justicia con los desheredados de la tierra, con los descartados, utilizando el lenguaje del Papa Francisco. Entonces, la empatía con el hermano sufriente, expresión de solidaridad y de misericordia, se transforma en exigencia de justicia para que su vida sea digna y humana. La misericordia no olvida la justicia pero puede ir –y va- más allá.

“El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”, proclamamos con el salmo 144 (145). Dios nos revela su rostro de manera progresiva y ya en el Antiguo Testamento se nos revela como el Dios compasivo y misericordioso (Éxodo 34, 6). Con frecuencia encontramos en los salmos hermosas expresiones que proclaman la misericordia, la fidelidad, la ternura de Dios, su amor compasivo, gratuito, incondicional, desbordante. Un Dios rebosante de ternura con la que nos envuelve, sacia y colma (Salmo 102). Sin olvidarnos de las imágenes utilizadas por el profeta Oseas que nos presenta a Dios con entrañas maternas de misericordia; hasta llegar al Dios de la misericordia que va en busca de la oveja perdida y conmovido o enternecido llena de besos al hijo que vuelve arrepentido al hogar (Lucas 15).

Lo íntimo de Dios

Un Dios peregrino que camina con su pueblo, que se hace pueblo, se hace Emmanuel y que en Jesús -con sus gestos- cura, sana, libera, dignifica, pone en pie, devuelve la esperanza y la dignidad. Gestos de misericordia que tienen su fundamento y comprensión en el gesto supremo: la encarnación del Hijo de Dios para compartir nuestra fragilidad humana, desde dentro y desde abajo, desde los últimos, desde los más vulnerables. La encarnación es la manifestación más radical de la misericordia divina que, por amor, enviará a su hijo a “buscar a sus hermanos”.

“Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón”. (Francisco, “El rostro de la misericordia, nº 6)

La misericordia nos revela lo íntimo de Dios, su rostro amante y bondadoso. Es, por tanto, un rasgo divino esencial y determinante, su identidad más profunda y consoladora. Intimidad que se hace visible y se nos revela en Jesús. “Quien me ve a mi ve al Padre”, dirá Jesús a Felipe (Juan 14, 9).

Empatía divina

El evangelio es el desvelamiento del rostro amoroso de Dios, la revelación de su inagotable e incansable bondad. Jesús ha enseñado y vivido la misericordia de manera admirable, convirtiéndose en el rostro divino que la encarna. Empujado por sus entrañas de misericordia se ha acercado a los más vulnerables y excluidos. Sus palabras y sus gestos son para nosotros una razón de peso y un motivo más que suficiente para apreciar la misericordia e intentar vivirla siguiendo su estilo.

La empatía divina está en el origen de la misión: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único…” (Juan 3, 16). La misión es desbordamiento del amor de Dios, de su actuar misericordioso, expresión de un Dios en salida. Pablo predicará el evangelio de la misericordia y de la justicia salvadora de Dios, por eso la misión debe ser revelación de la misericordia de Dios.

“En un mundo injusto, la demostración de justicia es ya una obra de misericordia para con los privados de derechos y oprimidos” (Walter Kasper). La práctica auténtica de la misericordia, implica ir a las causas de las situaciones de miseria o explotación para no reducir la misericordia a las también necesarias obras de misericordia. Es decir que en el nombre de la misericordia podemos y debemos exigir la creación de un orden socioeconómico justo, de justicia para todos.

P. Carlos Collantes Díez, sx

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