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32.- MISIÓN, VÍCTIMAS Y CRUZ (II)

25 Marzo 2019
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«“¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta poniéndoos de parte del culpable? Proteged al desvalido y al huérfano, haced justicia al humilde y al necesitado, defended al pobre y al indigente, sacándolos de las manos del culpable”. Ellos, ignorantes e insensatos, caminan a oscuras, mientras vacilan los cimientos del orbe.» (Salmo 81, 2-5). Vacilan los cimientos a causa de tanta injusticia permitida, silenciada, “invisible”, planificada a veces con total impunidad y desprecio.

La fe en un Dios encarnado no nos aleja de la historia, de sus gemidos y esperanzas, nos introduce más en ella. El Fondo Monetario Internacional (FMI), nació para regular y supervisar el sistema monetario internacional aunque sus funciones han variado y se dedica a vigilar las economías de los países miembros, sobre todo en lo relativo a las cuestiones fiscales y monetarias; a “ofrecer apoyo” ¡y qué apoyo! a países con dificultades temporales en la balanza de pagos. Pero lo que “mejor” ha hecho ha sido imponer los tristemente célebres programas de ajuste estructural que tanto sufrimiento han provocado en millones de personas. En la práctica el FMI funciona al servicio de los intereses de los países ricos, y su especialidad ha sido fabricar enormes y pesadas cruces colectivas.

Abismo y paraíso

Viviendo durante años en un barrio de la periferia de Yaundé, capital de Camerún, compartí con mi presencia y vida las cruces cotidianas de nuestra gente, también su admirable capacidad de resistencia y la fuerza de su esperanza. Los años 93-94 fueron especialmente duros. El dicho Fondo se empleó “a fondo” a imponer medidas de política económica de marcado y destructivo carácter liberal: devaluación brutal de la moneda, recortes de gastos sociales, liberalizaciones, privatizaciones, despidos y fuertes bajadas de salarios en la función pública, desaparición del Estado, si alguna vez estuvo presente, porque quienes estaban al frente de él era una clase política cínica y corrupta. Ahí siguen. Cruces y más cruces. A través del FMI los países poderosos han forzado a los países en desarrollo a liberalizar sus importaciones y a reducir sus barreras comerciales de forma acelerada condicionando la concesión de préstamos a esta reducción. Medidas que han producido un fuerte incremento de la pobreza. Tales programas de ajuste no han alcanzado el efecto esperado en materia de crecimiento económico; han generado, eso sí, costes medioambientales y sociales dramáticos para los más pobre. Empobrecimiento, injusticia, sufrimiento.

Desde entonces la situación ha empeorado, lo prueba el dramático éxodo de jóvenes que se juegan la vida -empujados por la esperanza- en pateras y cayucos, o atravesando el desierto -desde donde no nos llegan imágenes de los muertos que se quedan por el camino- para llamar a las puertas del “paraíso” Europa. El abismo que nos separa a países ricos y empobrecidos no ha hecho más que crecer de manera alarmante e hiriente. Hay más riqueza pero está bastante peor repartida. La injusticia mata. ¿Qué valoración ética puede merecernos un sistema económico e ideológico productor de tales abismos de sufrimiento en unos y de ceguera en otros? Es el escándalo por la muerte de tanto crucificado.

Fiel y entregado

Los relatos evangélicos nos presentan a Jesús liberando a los oprimidos por diversas clases de mal, liberando de cadenas y esclavitudes, de todo lo que deshumaniza a la persona. El deber de luchar contra el mal en todas sus formas, y el sufrimiento que se deriva infligido a tantos seres humanos, siempre ha formado parte de la misión. Desde las víctimas, desde la cruz se cuestiona la arrogancia del sistema actual, tan injusto. Llevamos cicatrices en el corazón producidas por tantas pregunta dolorosa, molesta, sin respuesta. Por imágenes que se nos graban en las entrañas. El mal y el sufrimiento nos alcanzan y las preguntas nacen espontáneas. Para Jesús “el sufrimiento no es un aliado sino un adversario” (X. Thévenot). Es sano y un deber protegerse del sufrimiento inútil. Jesús nunca ha buscado el sufrimiento, ha buscado amar, entregarse, expresar la ternura y la misericordia del Padre, proclamar las preferencias de Dios por los que no cuentan, los humillados o excluidos; y amar hace gozar y sufrir.

Más que explicar el sufrimiento, Jesús nos ha enseñado cómo afrontarlo y vivirlo y, cuando se hace inevitable, cómo asumirlo de forma consciente, madura, “libre”, y contando siempre con la misteriosa acción de la gracia de Dios para que pueda convertirse  en fuente de vida. Dios ni quiere ni necesita sacrificios humanos, y está contra todo poder ciego, ambicioso, arbitrario, opresivo. Es cierto que Dios entrega a su Hijo por amor, como nos recuerda el Nuevo Testamento, aun sabiendo lo que iba a suceder. ¿Qué podía hacer el Padre? ¿Eliminar la libertad de sus hijos? El no ha querido la muerte de Jesús. Dios quiso otra cosa: que Jesús fuera fiel a su misión y en su fidelidad Jesús chocó con las fuerzas del mal, llámese poder político romano o poder religioso de las clases dirigentes de su propio pueblo, o dureza de corazón. Hoy tiene otros nombres. La oposición cada vez más enconada de éstos poderes conduce a Jesús a la cruz, y cuando él la ve como inevitable la asume con libertad: “mi vida nadie me la quita, tengo el poder de darla y el poder de recuperarla…” (Jn 10, 17-18).

Amor y libertad

Al presentir su muerte cercana, la asume en un acto supremo y único de libertad y de amor al mismo tiempo; en Jesús libertad y amor coinciden en plena armonía, siendo capaz de transformar en don lo inevitable y que aparece en el horizonte como un fracaso. La cruz significa también la quiebra de una determinada imagen del Dios todopoderoso a cualquier precio. Jesús vive su misión con total pasión, anuncia y hace presente el Reino de Dios, se pone de parte de los pequeños, pobres, marginados y ese Reino choca con poderosos intereses humanos, como sigue chocando hoy. Si la cruz ha sido querida por los hombres, la voluntad de Dios se revela no en el hecho de la cruz, sino en el modo como Jesús la vive y asume, en total libertad y amor, en comunión profunda con el Padre y fiándose de él. A Dios “lo que agradó no fue la muerte, sino la voluntad del que moría libremente” (S. Bernardo). Por eso lo que nos redime no es el sufrimiento en sí mismo, sino el amor, la manera como Jesús vive el sufrimiento y nosotros podemos vivirlo.

La muerte de Jesús en cruz, una vez sucedida, recibió una iluminación complementaria a la luz de la resurrección que permitió una nueva comprensión del Antiguo Testamento; fue iluminada por una mirada creyente, teológica descubriendo un contenido salvífico universal. Dios rehabilita a ese inocente ajusticiado y se pone de su parte resucitándolo. Dios guardó silencio el viernes santo, pero no podía permanecer demasiado tiempo callado, por eso habla ¡y cómo! el domingo resucitando a su hijo a causa de su fidelidad. Si hubiera callado se habría puesto de parte de quienes ajusticiaron a Jesús convirtiéndose por ello en cómplice de la mayor injusticia. Dios no podía callarse, no sería Dios sino un ídolo sediento de sangre, una construcción demasiado humana a la medida de nuestra justicia vindicativa, anclada en el viejo instinto de la ley de talión. Y su resurrección se convierte en fuente de vida para toda la humanidad. “La resurrección se universaliza desde los crucificados”.

Contra las cruces

Identificándose con los últimos, oprimidos, marginados, Jesús se hace presente en los crucificados de la historia, y con ellos tiene que identificarse también la Iglesia. Anunciar la esperanza y la resurrección de Jesús supone estar al lado de los innumerables crucificados de la historia, sólo cuando la Iglesia está junto a ellos puede y sabe hablar de forma creíble del Resucitado, sólo entonces puede suscitar esperanza. Y en tantos lugares la Iglesia mantiene la esperanza de quienes sufren. A favor de los crucificados pero “contra las cruces”, buscando la liberación de esas cruces producidas por tanta injusticia. Con todo, la cruz siempre tendrá una dimensión de escándalo, de “necedad y debilidad divina” (I Cor 1, 17-25), una dimensión incomprensible y desconcertante.

PARA LA REFLEXION

Amos 8, 4-10. Los profetas nos recuerdan una y otra vez que Dios, queriendo salvar a todos, está de parte de los oprimidos, de los inocentes crucificados.

Juan 10, 1-21. No existe amor más grande que dar la vida… Por la ofrenda de su vida Jesús se ha convertido en la Puerta que conduce y da acceso a la vida plena.

I Corintios 1, 17-31. Por amor Jesús se hace vulnerable, se pone en nuestras manos. No es la fuerza del poder sino la del amor. Un amor que desconcierta. El amor es la “debilidad divina”.

P. Carlos COLLANTES DÍEZ sx