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  • P. Carlos Collantes sx

27 “DICHOSOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN…”

20 Marzo 2023 751

porque ellos verán a Dios”. Iniciamos una reflexión sobre esta bienaventuranza, buscando siempre y en la medida de lo posible su dimensión misionera.

Entre nosotros, el corazón es la sede de los sentimientos: teme o desea, ama o detesta, y siempre está en relación con nuestra vida afectiva. Sin embargo, en la Biblia, el corazón tiene un significado más global porque abarca a la persona entera.

El corazón -en la antropología bíblica- es el centro de la personalidad humana, en él se toman las decisiones sobre el comportamiento ético. Los buenos y los malos pensamientos, las buenas o malas intenciones que nosotros solemos situar en la mente, la antropología bíblica los sitúa en el corazón.

El corazón es lo que se halla en lo más interior; ahora bien, en lo íntimo del hombre se hallan, sí, los sentimientos, pero también los recuerdos y los pensamientos, los razonamientos y los proyectos”. (X. Léon-Dufour)

Desafío y anhelo

El corazón representa, por tanto, el núcleo más íntimo de una persona, su interioridad, su personalidad. En ese sentido, el corazón designa toda su personalidad consciente, inteligente y libre, es por ello, el centro donde se unifica su ser, la fuente íntima y oculta de toda su vida afectiva, intelectual, ética y, por supuesto, relacional: de relación con Dios y con el prójimo. Hablar del corazón es hablar del ser humano en su totalidad.

Esta bienaventuranza evoca de manera clara la distancia que hay entre la santidad divina y la fragilidad o pequeñez humana; nos orienta hacia la transcendencia divina y, al mismo tiempo, nos recuerda nuestra búsqueda de su rostro, el deseo de plenitud y comunión que alberga nuestro corazón.

Siempre es un desafío tener un corazón limpio y transparente, sano o purificado. Un desafío y un anhelo. Jesús dirá a Pedro en el relato del lavatorio de los pies: “si no te lavo no tienes parte conmigo” (Juan 13, 8), y más adelante, dirá a sus discípulos: “Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado” (15, 3). El gesto de Jesús desestabiliza completamente a los discípulos, de momento no entenderán, pero en el futuro, esta imagen grabada para siempre en sus recuerdos, les ofrecerá una visión nueva y diferente, una imagen distinta de Dios, y al mismo tiempo un sentido y una hondura diferente de las relaciones humanas: de servicio y entrega y no de imposición o dominación.

Interioridad o fachada

Se trata, por tanto, de dejarse lavar, purificar por Jesús, por su amor, por su vida entregada, por su palabra iluminadora, por su Espíritu que nos da un corazón nuevo. Lo cual significa entrar en su lógica, en su manera de ver; y él mira y ve con su corazón compasivo, desde el fondo de sus entrañas misericordiosas. Implica dejar que Jesús entre en los entresijos y zonas oscuras de nuestro corazón, de nuestras decisiones, opciones, deseos, ambigüedades para iluminarlo todo con su sabiduría. Jesús puede transformar nuestro corazón haciendo de él un corazón sencillo, libre, desarmado. Un corazón libre de egoísmo, vanidad, rencores, orgullo… ataduras que empobrecen y ensombrecen la vida humana.

Con frecuencia el clima sociocultural en el que vivimos nos empuja a poner el acento o el interés en la fachada, en la apariencia, en la construcción de una buena imagen social. Se estimula y favorece el cultivo de la imagen, descuidando el cultivo de la interioridad, del corazón. Y de la lógica cultural de la apariencia se pasa fácilmente a la exterioridad, a la superficialidad y a la banalidad (ahí están ciertos programas televisivos en los que no es difícil descubrir dosis de narcisismo, de exhibicionismo, de falta de pudor).

Si tu corazón está contaminado también tu mirada lo estará. Jesús, educando a sus discípulos e invitándoles a ser lúcidos, apunta en una dirección bien distinta: “¿También vosotros seguís sin entender? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro, porque no entra en el corazón… Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen…” (Marcos 7, 14-23). Cuando el corazón está purificado, limpio, más que de normas sabe de amor. El amor humaniza el corazón y por ello ilumina la mirada haciéndola más lúcida y penetrante.

Sabios y esperanzados

Los limpios de corazón ven a Dios en el hermano por eso le respetan, escuchan, acogen y, juntos, buscan la verdad sabiendo que la verdad es un camino y que solo al final la encontraremos; ahora solo percibimos destellos y nadie tiene el monopolio de ella, es una búsqueda humilde. Jesús irá construyendo la verdad en su relación con los marginados y vulnerables. Esta bienaventuranza nos invita a buscar la sintonía del propio corazón con el de Jesús acompasándolo a su ritmo y sensibilidad.

La esperanza les mantiene en pie y hace vivir, y no de cualquier manera, lamentándose, soportando la vida. Me refiero a Simeón y Ana (Lucas 2, 25-38). Creen profundamente en la fidelidad del Dios de las promesas, por eso son fieles y viven anhelantes y gozosos. El entusiasmo los convierte en misioneros, en testigos gozosos y espontáneos por eso hablan con tanta naturalidad de ese encuentro tan esperado y anhelado. Han visto al Salvador.

Viven con los ojos abiertos, atentos para discernir los signos de la presencia de Dios hasta que descubren la gran Presencia, y se dejan conducir por el Espíritu en el momento oportuno sin haberse desanimado por la larga espera. Es la sabiduría de una experiencia que brota de la fe y de la esperanza, de la acogida del Espíritu. Quien se deja guiar por el Espíritu tiene una mirada profunda porque mira, habla y vive con los ojos de la fe-esperanza.

Alegría misionera

La mirada del anciano Simeón fue capaz de descubrir lo que otros ojos, los ojos instruidos de los especialistas de lo sagrado (doctores de la ley, escribas…), no fueron capaces de percibir. Solo ellos, Ana y Simeón, supieron ver en aquella familia, no a unos padres más que venían al templo para presentar a su primogénito al Señor y encima pobres. Los dos fueron capaces de ver en profundidad, tenían bien iluminados los ojos de la fe y de la esperanza. Vieron al Salvador, y entonces sus corazones saltaron de gozo. Traspasaron la simple apariencia para llegar hasta el fondo, hasta la luz que en ese momento iluminaba el templo del Señor, el templo y la vida de quienes creen, y de la entera historia humana. Y su gozo intenso les empujó a convertirse en misioneros. “… alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén” (Lucas 2, 38)

Hemos visto al Señor” (Juan 20, 18. 25), es la afirmación gozosa de María Magdalena y de los otros discípulos, fruto de su encuentro con el Resucitado y que está en el origen de la fe y de la misión. Un corazón misionero es un corazón feliz porque se ha encontrado con Cristo Luz, ha descubierto en él un gozo profundo y lo anuncia.

El Papa Francisco nos recuerda que “La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás”. (EG 264) Leer el evangelio con un corazón contemplativo, limpio.

¿Quién arrojará luz en nuestro corazón? ¿Cómo poner nuestro corazón en sintonía con el de Jesús, con su proyecto, con su Reino?

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