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  • P. Carlos Collantes sx

31. La luz de la periferia

27 Octubre 2023 792

Una de las insistencias del Papa Francisco desde el comienzo de su pontificado está siendo el invitarnos a salir a las periferias para llevar la luz del evangelio, sentirnos siempre Iglesia en salida, peregrina por los caminos de la humanidad.

La periferia, como símbolo teológico-espiritual y como innegable realidad social, ocupa un lugar significativo en los relatos evangélicos. Jesús nace en las afueras de una aldea sin esplendor y muere fuera de la ciudad. Los pastores –grupo social de dudosa moralidad y considerado impuro- habitan la periferia y serán los primeros destinatarios del anuncio del ángel; lo cual nos está indicando a las claras la sensibilidad del evangelio. Y los magos, sabios que vienen de una lejana periferia excluida de la salvación, caminan hacia esa luz singular y única que surge también en la periferia y llena de gozo el corazón. Intuían algo grande, pero su descubrimiento fue mayor de lo imaginado: un Dios vulnerable, Luz para todos los pueblos, que nos invita a buscarle en lo pequeño, en lo vulnerable, en lo frágil.

Identidad transformada

Pastores y magos, habitantes de las periferias, serán capaces de ver la gloria de Dios en la fragilidad de un niño que nace ignorado por los grandes. Gentes sencillas y gentes cultivadas que, tras haberse encontrado con la luz, llenos de gozo se vuelven misioneros o vuelven a su tierra por caminos nuevos, con una identidad transformada. El encuentro con el Salvador nos hace buscar nuevos caminos que nos llevan a nuestra verdadera tierra, a nuestra identidad soñada.

Jesús mismo, según el relato de Mateo, comienza su misión en la periferia, en la despreciada Galilea de los gentiles: “… País de Zabulón y Neftalí… El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande…”.

Damos un salto y nos situamos ya en los relatos pascuales. Los dos discípulos de Emaús tras encontrarse con la luz del Resucitado, desandan el camino de la decepción para reencontrarse con la comunidad; desandan el viejo camino de la desesperanza, de la soledad, de la derrota, de las expectativas ilusorias y junto con los otros discípulos de la primera hora saldrán a las periferias del mundo con la mirada teñida de audacia y de esperanza: “Hemos visto al Señor”.

Hay maneras de mirar que enriquecen la propia identidad porque uno descubre su verdad más completa en el encuentro con el rostro del otro. Por eso, hay que saber mirar pero, ¿para qué sirven los ojos si el corazón está ciego o si permanece insensible?

Corazón descontaminado

El samaritano -de la misma estirpe que los pastores y los magos- al igual que ellos aunque de forma distinta, será capaz de ver ese mismo rostro de Dios -un rostro desfigurado- en un hermano herido al borde del camino, sin caer en la trampa de una mirada precipitada y superficial, prisionera de las propias ocupaciones, prisas, miedos o legítimos proyectos. Su mirada, su actitud de fondo, sus gestos son el antídoto frente a la cultura de la indiferencia.

Dichosos los limpios de corazón…” La bienaventuranza nos estimula a dejar ensanchar nuestro corazón por la luz de Jesucristo, por la invasión de su amor y, de esta manera, descontaminarlo, descolonizarlo. “Sólo se ve bien con el corazón” (A. de Saint-Exupéry), especialmente con un corazón iluminado por la sabiduría de la cruz y la fuerza del Resucitado. Descontaminar la mirada y el corazón para saber vivir descentrado de sí mismo y poder detenerse ante los heridos por la vida que ocultan y desvelan el rostro de Dios. El buen samaritano es un magnífico ejemplo de corazón libre, limpio y descontaminado.

como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor”. (FT 65) Son palabras del Papa Francisco, de su última encíclica, en cuyo segundo capítulo nos ofrece una reflexión interpelante centrada en la figura del buen samaritano.

O construimos nuestras sociedades de espaldas al dolor o reintegramos a los sufrientes. Este es el desafío. “La historia del buen samaritano se repite: se torna cada vez más visible que la desidia social y política hace de muchos lugares de nuestro mundo un camino desolado, donde las disputas internas e internacionales y los saqueos de oportunidades dejan a tantos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, Jesús no plantea vías alternativas, como ¿qué hubiera sido de aquel malherido o del que lo ayudó, si la ira o la sed de venganza hubieran ganado espacio en sus corazones? Él confía en lo mejor del espíritu humano y con la parábola lo alienta a que se adhiera al amor, reintegre al dolido y construya una sociedad digna de tal nombre”. (FT 71)

¿Qué felicidad?

El herido caído al borde del camino es el símbolo concreto de todos los descartados, los “invisibles”, las que no cuentan, las despojadas de su rostro, de su identidad, de sus sueños, de sus esperanzas, de sus derechos, de un futuro digno y humano. La indiferencia nos invita a mirar solo lo nuestro, nuestros intereses, sin implicarnos ni complicarnos la vida.

Frente al sufrimiento, la búsqueda de la felicidad se convierte en una tarea sospechosa y parece perder su sentido. ¡Cuántas veces viendo los dramas de nuestro tiempo, uno se pregunta honradamente! ¿tengo derecho a ser feliz? Y ello es claro cuando esta búsqueda tiene como motivaciones o se apoya en el egoísmo, en la indiferencia frente al hermano. Sin embargo creemos que existe una verdad misteriosa y profunda: la felicidad es y puede ser lo bastante fuerte como para integrar y asumir el sufrimiento, al menos parcialmente porque existe una felicidad singular, escondida, extraña que conocen y experimentan quienes han descubierto y viven la sabiduría de la cruz, la sabiduría de la entrega de la propia vida, la sabiduría evangélica; sabiduría de la que Jesús es maestro, modelo y fuente. “Quien quiera salvar su propia vida la perderá, sin embargo quien la pierda por mi causa, la encontrará”. Quien quiera ser feliz en este mundo tiene que estar dispuesto a acoger el sufrimiento buscando su fecundidad oculta. El amor de Dios desborda todos los diques, también el del sufrimiento.

Dios haciéndose fragilidad asume nuestras fragilidades. Si queremos ver y encontrar a Dios tenemos que mirar y buscar en la dirección de lo pequeño y vulnerable porque para entrar en relación con nosotros Dios recorre ese mismo camino, el de la vulnerabilidad, despojándose de su omnipotencia se reviste con la impotencia del amor desarmado, de la bondad paciente.

Sin miedos

A eso nos invita también el Papa Francisco en la encíclica citada, a hacer propia la fragilidad de los demás, a levantar y rehabilitar al caído, para hacer posible el bien común e impedir el establecimiento de una sociedad de exclusión. (TF 67) Nos invita a hacernos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está todo lo bueno que Dios ha sembrado en el corazón del ser humano… porque “la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad…” (87)

Dios recorre los caminos humanos de la vulnerabilidad. Ese niño que nace en la periferia y muere excluido por amor fuera de la ciudad, es el verdadero Buen Samaritano; es el Dios encarnado inclinándose sobre nuestra humanidad herida, para que nosotros no pasemos de largo y también nos inclinemos ante tanto hermano herido. Es el Dios que atraviesa fronteras y muros para llegar hasta nosotros y hacer posible la esperanza de un mundo más reconciliado y fraterno, más justo y solidario. Más humano.

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